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Querido visitante: Esta es una historia que intento narrar en un orden más o menos cronológico; por este motivo, y por el funcionamiento de los blogs, tú tendrás que leerlo de más antiguo a más moderno, es decir, empezar por el capítulo de más abajo y seguir leyendo los capítulos hacia arriba, para poder seguir la narración. Perdona por la incomodidad, pero no se hacerlo de otra manera. Gracias por tu entrada y por tu comprensión. Bienvenido.

lunes, 29 de enero de 2007

El primer día en el patio


Detrás de la casa de mis padres hay un espacio abierto, típico de Moratalaz, donde se cruzan las aceras, las hileras de acacias proporcionan sombra en verano y los modestos jardines, adosados a las mini-casas de este barrio, se convierten en fortalezas inexpugnables por los vallados que colocan sus propietarios para proteger sus escasas plantas de la curiosidad de los niños.

Teníamos unos cinco años. Yo había empezado la EGB –entonces no sabía que había empezado nada; yo, sencillamente, iba al colegio- en unos de esos colegios de barrio que todavía existían en aquellos días: el Santa Rosa de Lima. Dos modestas aulas y un patio al cargo de dos jóvenes profesoras que daban clase a los primeros cursos. A las madres de aquel barrio les venía bien: cerca de casa y barato. Jugábamos en ese patio, debajo de casa, bajo la supervisión discontinua de las madres, que hacían sus labores mientras vigilaban desde su garita. De vez en cuando se oía un “¡Carlos, sube a por la merienda...!” o “Pablito, no le tires piedras a tu hermana…”.

Un día, creo que con motivo de un montón de arena de miga procedente de la obra de un bloque de pisos próximo, jugábamos al “rey de la montaña”; el mecanismo es sencillo y en su sencillez reside su éxito: hay una montaña (pequeña) preferentemente de arena, hay unos niños que quieren estar en lo más alto, sólo uno de ellos lo consigue a base de empujar a los demás. Entonces grita “¡Soy el rey de la montañaaaaaa…!” y otro llega por detrás y le empuja, demostrando lo efímero del éxito y la vigencia del “a rey muerto, rey puesto” y vuelve a gritar “¡Soy el rey de la montañaaaaaa…!” y así sucesivamente. Este juego es luego seguido por varios millones de personas en la edad adulta.

Un día de esos, Alberto, su hermano Óscar y yo nos alternábamos, con otros mocosos del barrio, en tan privilegiada posición de éxito en lo más alto del montón de arena. En algún momento, las luchas de poder y las intrigas palaciegas debieron ser demasiado intensas entre Alberto y yo, que acabábamos de tener el placer, sin mediar presentación formal, en el citado montículo. Así que iniciamos una lucha particular en los aledaños de la montaña, bajo la mirada atenta de Óscar (es un decir, creo que ya por entonces llevaba gafas, debía de tener 7 años). La pelea era coherente con la educación que habíamos recibido hasta el momento: no había videoconsolas, no había series de TV violentas y las artes marciales no estaban en la cultura popular. Por tanto, la pelea se limitaba a empujarnos mutuamente, haciendo grandes aspavientos con los brazos, con objeto de intimidar al adversario. Algunas especies de osos practican esta modalidad de lucha, también.

En algún momento, Alberto debió pensar que, a pesar de la presencia de su hermano mayor, llevaba las de perder así que, paró un momento, asentó los pies, puso los brazos en jarras y me soltó, con los ojos entornados: “Cuidado, chaval, que soy de Tajamar…”. Debió pensar que tal advertencia era suficiente para demostrar quién mandaba allí, así que se dio la vuelta, comenzó a andar con toda la dignidad que la ocasión requería, recogió a su hermano por el camino y se alejó, sin mirar atrás, hacia su casa.

Fue la primera vez que hablé con él. Desde entonces, mis ganas de ir a ese sitio misterioso, Tajamar, que con su sola mención la gente se sentía miembro de un grupo peligroso, de una casta superior, fueron en aumentando cada día.