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martes, 13 de marzo de 2007

Palomeras

Palomeras es un centro del Opus Dei destinado a la formación de los jóvenes de ese barrio de Madrid, pegado a Tajamar. Es una forma de hacer proselitismo (apostolado lo llaman ellos) y de dar a conocer a la Obra en un ambiente sano y atractivo para los chavales. El centro estaba dividido en dos zonas: arriba y abajo, los mayores y los pequeños, el Centro y el Club. El Club estaba destinado a chavales entre 6º y 8º de EGB. El Centro, para los de BUP y universitarios. Las actividades del Club estaban dirigidas por universitarios de la Obra que acudían al centro a estudiar. Como en todas los sitios que he conocido del Opus Dei, la decoración era sencilla pero de muy buen gusto, el mobiliario resistente y bien adaptado al espacio y a las necesidades de cada sitio: un lugar hecho para estar bien, confortable y funcional. Era mucho más bonito que cualquiera de nuestras humildes casas.

En el Club se desarrollaban actividades formativas de dos tipos: de las que nos gustaban y de las que nos aburrían. Entre las primeras estaban aeromodelismo, fotografía, judo, pintura … Entre las segundas charlas sobre temas de religión, estudios dirigidos, refuerzo de asignaturas… Ni que decir tiene que había que acudir a los dos tipos de actividades, sin excepción. A cambio de 300 Pts al mes, nuestras madres nos tenían entretenidos y lejos de casa, todas las tardes, bien vigiladitos y gastando allí las energías, para llegar a casa mansos y relajados.

Al Negro le conocimos en Palomeras. Sus hermanos mayores ya iban a Tajamar y él, sin duda, acabaría ingresando en 1º de BUP, aunque entonces acudía a un colegio público de la zona. Esa “diferencia” le permitía tener cierto aire de superioridad porque en su clase había chicas mientras nosotros nos limitábamos a bramar, valla metálica mediante, a las del colegio público situado en frente a Tajamar.

El Negro era raro. No le gustaba la mayoría de las cosas que divertían a los chavales de nuestra edad: no apedreaba perros, no se peleaba con nadie, no le gustaba el fútbol, ni las chicas. Tenía las manos finas y los dedos delgados, la piel blanca y suave, rubicunda; cuando Alberto y yo empezamos a afeitar nuestra pelusa, el Negro todavía tenía expresión de niño.

El Negro, habitualmente, vestía con ropa negra; era un fotógrafo excepcional (tenía una ampliadora en su casa y todo); tocaba la guitarra y cantaba mejor que todos nosotros y, lo más importante: ¡tenía video! Creo que el Negro tuvo el primer video que yo había visto en mi vida y que reunía a decenas de personas en su casa para ver por vigésimo cuarta vez “La Guerra de las Galaxias”.

El Negro leía libros que leían sus hermanos mayores y/o su madre y que luego nos recomendaba con pasión; se sabía, prácticamente de memoria, El Señor de los Anillos completo y creía en la bondad, en la lucha entre el bien y el mal, en las grandes cosas de la vida. Por aquel entonces, todavía no se negaba la fe a sí mismo. Los dos perdieron a sus respectivos padres pronto y tenían hermanos mayores, también en Tajamar; eso les hizo madurar rápido, aprender a cuidar de si mismos y de los demás (sobre todo en el caso de Alberto) e interesarse por cosas importantes cuando otros se dedicaban a peinarse el tupé, ensayar pasos de baile para lucirse en la discoteca o aprender besar. Eso les hizo maduros pero algo descompensados, como si se hubieran saltado ese paso de la tontería y la frivolidad que viene entre (o durante) el pavo y la juventud. Creo que por eso, los dos, mantuvieron siempre su capacidad de ser adolescentes, por no haber quemado nunca del todo esa etapa.

El Negro no era negro. No había negros antes, en Vallecas, aunque ahora puedan parecer tan autóctonos como en Nueva York. Los únicos negros que había entonces en España estaban en los circos, boxeaban o eran diplomáticos africanos. O les veíamos por la tele. Y nos decíamos: “¿cómo pueden ser tan racistas los yanquis?” cuando veíamos películas de Sidney Poitier. El racismo es una enfermedad que se propaga por el contacto con el diferente, con el distinto, con el que nos da miedo.

Por cierto El Negro era el Negro porque se apellida Negrete.


Bueno, pues los tres (el Negro, Alberto y yo) pasamos unos años increíbles en Palomeras, en plena adolescencia. Alberto y él eran buenos en fotografía y tocando la guitarra; yo era bueno en Judo y planificando putadas para el resto de chavales y monitores. Teníamos una costumbre que exasperaba a nuestros monitores: cuando llegaba la hora de cerrar el club, nos escondíamos en los lugares más recónditos para retrasar la hora de salida. Alguna vez nos amenazaban con dejarnos dentro, pero sabíamos que serían incapaces de hacerlo así que, cada día, tenían la rutina de colocar las mesas y sillas, apagar las luces, y buscar a los tres pesados de siempre. Teníamos una especial habilidad en forzar puertas y robar en la despensa donde guardaban las meriendas con que se agasajaban los mayores los domingos por la tarde, curiosear en los documentos del director del centro, etc. Así nos enteramos de muchas cosas que, probablemente, por edad y condición, no deberíamos haber sabido.

En Palomeras se alternaba la educación en valores y las actividades lúdicas; así, una tarde podíamos tener una charla sobre “el valor de las cosas pequeñas”, luego Aeromodelismo, luego estudio… y unos cigarritos liados. El Negro y Alberto ensayaban canciones con la guitarra mientras yo hacía mis primeros pinitos lingüísticos con las chavalas del barrio de Palomeras, a las que los chavales del Piso debíamos de darles bastante morbo, por aquello de considerarnos una especie de curillas en potencia. Era la época de la adolescencia bulliciosa y sobrehormonada, en la que para poder hacer la novena de la Inmaculada nos teníamos que confesar nueve veces, y, por eso, en algunas actividades no dirigidas, realizadas en grupo, dábamos, pudorosamente, la vuelta al cuadro de la Virgen que preside cada estancia en los centros del Opus Dei.

En Palomeras teníamos cine los sábados por la mañana, en un tiempo en el que ir al cine no era un ejercicio habitual como ahora, en el que los niños exigen que les proveas de cubos más grandes que ellos de palomitas, refrescos de tamaño king size - que si fueran de leche, tendríamos a los infantes más altos de Europa-, bolsas de chuches que contienen más porquerías de las que un cuerpo humano es capaz de digerir de una sola sentada y que, desde luego, superan a las que yo me podía permitir con la paga de los domingos de todo un año. Entonces, veíamos películas de Abbott y Costello, históricas, bíblicas, en una máquina alquilada, pagando 10 pesetas, compartiendo bolsas de pipas y, como mucho, una bolsa de galletas de nata. Allí nos aficionamos al cine, amamos el cine, asistíamos embobados, con la mirada fija y la boca abierta, a los espasmos de Danny Kaye, a la mirada de héroe de Charlton Heston...

Nos pasamos los tres años de Club soñando con ser mayores y pasar al Centro, donde ya te dejaban fumar, no había “actividades” y sólo ibas a estudiar y a formarte como cristiano y a evitar (o buscar, dependiendo del caso) los inevitables envites dirigidos a que fueras un miembro del Opus Dei. Lo importante era la simbología, los ademanes, el lenguaje sólo para iniciados, el ambiente que se respiraba; todas estas cosas hacían muy atractivo al Centro. Podíamos charlar de tú a tú con profesores que en el colegio tenías que tratar de Ud. Y estudiábamos al lado de universitarios, a los que podías preguntarles cosas de la universidad, que, a los hijos de padres no universitarios, nos parecían lugares lejanos, míticos, donde iban los primos mayores, empezaban a ir nuestros vecinos, etc.

En aquel Centro reforzamos las virtudes humanas que intentaban inculcarnos en Tajamar, empezamos a tener un contacto más directo con el Opus Dei del que, con el tiempo, Alberto fue miembro; El Negro y yo teníamos otras inquietudes, otra sensibilidad y jamás fuimos del Opus aunque creo que los dos nos lo planteamos en algún momento. En alguna medida era un reto, intelectual, de generosidad y de demostración de la fe, las tres cosas a la vez.


Para muchos chavales del barrio, además, Palomeras fue el hogar que no tenían en sus respectivas casas: hijos de padres separados, de familias desarraigadas, encontraron allí el cariño y el ambiente sereno que no tenían en sus casas. La mayoría de ellos se hicieron de la Obra y con el tiempo, la dejaron; constituyeron, dentro del Opus Dei, un caso sonado: una gran cantidad de vocaciones que con el tiempo se fueron frustrando y ocasionando bajas.

Contra lo que la mayoría de la gente cree, entrar en el Opus Dei está abierto a todo el mundo –no sólo a las élites, como muchos se encargan de divulgar, maliciosamente- y también está abierta la puerta de salida, cuando consideras que tu vocación, o, sencillamente, tu papel en la vida no corresponde con la vida de un miembro del Opus Dei, que, por cierto, está llena de sacrificios, de compromiso, de generosidad.

En cualquier caso, allí convivimos durante varios años, con personas que, con el tiempo, sin duda, han sido/son, nuestros mejores amigos. Quizá por la calidad de las personas que pasaban por allí, quizá por habernos conocido durante la adolescencia que es, salvo raras excepciones –como la del Negro, que sigue siendo así- la única época de la vida donde uno se plantea, cotidianamente, las Grandes Preguntas de la vida. Y si, como en nuestro caso, uno está rodeado de gente con sensibilidad, con capacidad de querer, con generosidad, el vínculo emocional que se crea se convierte en una relación firme, duradera, llena de amor, que resiste evoluciones distintas en la vida, matrimonios, divorcios, incluso a la muerte.

Palomeras estaba, en aquellos años, poblado de personas con madera de líder, gente de la Obra que hacía de “gancho” para los adolescentes de la zona. Uno de ellos era Nino, un joven estudiante de clásicas que con el tiempo se convertiría en uno de mis mejores amigos.

Nino lo tenía todo para ser atractivo en aquellos años: guapo, simpático, con don de gentes, tocaba la guitarra, la armónica, los bongos… había montado un grupito que tocaba jotas y música popular castellana con otros amigos de la Obra; dirigía un club de espeleología, un club de baseball, escribía poesía, escalaba montañas… Tenía una personalidad arrebatada, apasionada y contradictoria; así vivía su vida de fe, también en la Obra. Fue uno de los que encontró refugio en la tranquilidad y estabilidad que ofrecía ser miembro del Opus Dei, algo que buscaba desesperadamente, huyendo de la inestabilidad de un hogar destrozado por las continuas discusiones y el consiguiente divorcio de sus padres. Pero a la vez, vivía desconcertado por unas dudas de fe a las que le arrastraba su propia personalidad, inestable, algo depresiva y atormentada.

En resumen, una persona que no dejaba indiferente, que tenía un don inigualable para agradar, que manejaba muy bien a las personas, que fácilmente se convertía en el líder de cualquier reunión. Con todas estas características, no podía sino encajar conmigo y… provocar un profundo rechazo en Alberto, al que le provocaban recelo las personas que despertaban tanto interés. Digamos que si los demás revoloteábamos como polillas alrededor de la luz de Nino, Alberto le miraba de lado, con sonrisa socarrona, con una mirada del tipo “a mi no me engañas” y siempre tenía un comentario irónico acerca de Nino, de su capacidad para quedar bien, hablar bien de si mismo y gustarse mucho y gustar a los demás.

Nunca hicieron buenas migas; siendo mis mejores amigos, no podía reunirles más de diez minutos en una habitación sin que empezaran a saltar chispas. Mi mujer dice que tenían celos el uno del otro; no creo que fuera por eso. Sencillamente, eran como el agua y al aceite. Tú puedes tener el mejor aceite de las mejores olivas y el más puro agua de las montañas, pero, por muy buenos que sean por separado, no se mezclarán nunca. Pues eso pasaba con ellos. Lo bueno es que cuando les preguntabas por separado si tenían algún problema entre ellos siempre me miraban con cara de ofendidos y decían “¿Yo? Que va, no tengo ningún problema, si me cae muy bien…”

Nino y algunos más como él crearon en Palomeras un ambiente excelente, lleno de actividades interesantes: el fin de semana que no teníamos una excursión a una nueva sima, íbamos al monte a escalar, escribíamos poesía, componíamos canciones… todo ellos enclavado en un ambiente de profunda religiosidad y mística viril, que hacía que proliferasen las vocaciones como hongos. Tanta profusión de almíbar a Alberto le provocaba sarpullidos así que tomó los bártulos y se cambió de centro; se fue a Fontarrón, un centro de la Obra que estaba en Moratalaz, más cerca de nuestra casa, pero al que nunca habíamos ido porque estaba lleno de muermos. Pero Alberto era increíble escarbando entre la personas, encontrando diamantes en gente que parecía de lo más vulgar y así me descubrió, con el tiempo, personas valiosas, que pasaron a engrosar nuestra lista de amigos del alma, como Miguel Ángel Arjona o Luisja.

Supongo que en parte era porque a Alberto, por su propia estética –o más bien, falta de estética- no le producían rechazo aquellas personas que hay se les llamaría “friquis” y que entonces eran, sencillamente raros, horteras, etc. La adolescencia es una edad plagada de inseguridades y enfrentamientos, con uno mismo y con los demás. Por eso se busca refugio en aquellos que, sin ser la familia (refugiarse en la familia es de niños, ¡puaj!), proporciona seguridad: los amigos, las modas, las tribus urbanas, etc. En algún momento, yo me refugié en amigos guapos, de discoteca, con los que era fácil salir a ligar, aliviando mis propios problemas de relación con las mujeres fruto de la adolescencia. Cuando eres tan frágil como sucede en los años de los granos y los gallos en la voz, tienes miedo a que te asocien con los feos, con los friquis, como si te hiciera más guapo el ir con guapos …

Mirado de manera imparcial, Alberto era uno de ellos, un friqui. Nunca supo combinar los colores –no era daltónico, pero a veces lo parecía- y su forma de vestir podría calificarse, a veces, de estrafalaria. Consideraba elegante vestir como Austin Powers, con trajes de terciopelo y camisas con chorreras, y se hubiera casado vestido de comandante de la nave de Star Trek (otra de sus pasiones) si no se hubiera visto hecho un pincel vestido con chaqué en mi boda, al ser uno de mis testigos. De hecho, a la boda de su hermano, acudió vestido con un chaleco en dorado, botas de vaquero, corbatín tejano y unos bigotazos tipo Pancho Villa. Alberto estaba libre de las modas que nos ataban a los demás y, como a los niños, le gustaba lo que le atraía visualmente, estuviera de acuerdo con los cánones establecidos o no. Mientras los demás nos sentíamos más seguros con un niqui que tenía cosido un cocodrilo, él era feliz coleccionando sombreros imposibles: un casco nazi, una gorra de plato de la SS, un gorro militar ruso con orejeras, etc. Si a eso le asociamos los 150 kg que llegó a pesar en sus peores momentos y la barba tipo Goliath (el del Capitán Trueno) que se dejó, la estampa era inolvidable para los que le conocían.

Que cambiase de centro acabó con una de nuestras rutinas: el camino de vuelta a casa desde Tajamar, que llevábamos haciendo juntos varios años. Al principio, cuando éramos pequeños, además de la bucólica actividad de recoger flores, narrada anteriormente, llevábamos a cabo otras actividades menos presentables pero más interesantes. En invierno, nada como meternos en los charcos del camino, que por entonces era un sendero de tierra en medio del campo. Nuestras madres nos vestían con botas de agua en previsión, pero siempre acabábamos empapados y llenos de barro porque cuando eres niño, un gran charco es un mar donde puedes organizar batallas navales –como nosotros las hacíamos, con barcos de madera de balsa…-. Con la primavera, nos dedicábamos a la caza de lagartijas, ranas, sapos y escolopendras. Asistíamos a la evolución de los renacuajos a ranas en una charca, organizábamos peleas entre lagartos y alacranes, empalábamos a las lagartijas en la entrada de un hormiguero para que, al día siguiente, pudiéramos ver su esqueleto mondo y lirondo… Cazábamos abejorros a los que atábamos cordeles “para sacarles de paseo”, recogíamos gorriones caídos de los nidos con el triste afán de niño pobre de tener una mascota que, indefectiblemente, moría a los pocos días, a pesar de nuestros intentos de alimentarles con leche y miga de pan.

Ya de más mayores, el camino de vuelta a casa servía para fumarnos nuestros cigarritos, conversar con los mayores, ser atracados de diversas formas por los gitanos y macarras de la zona… Filosofábamos sobre lo que acabábamos de ver en el centro o en el colegio y, en esos paseos, aprendimos a conocernos, a pegarnos con las bandas rivales, a alternar los charcos helados de una mañana de febrero con la tierra ardiente de una tarde de julio. Tan importante como adonde íbamos era como y con quien hacíamos el camino, pero eso no lo supimos ver hasta mucho tiempo después.

Durante el Bachillerato, cada uno apuntó a lo que su personalidad y entorno social le empujaba; Alberto siguió siendo fiel a su vocación y acabó siendo miembro del Opus Dei, agregado. Era lo normal; Alberto tenía un sentido especial para lo religioso, sentía la presencia de Dios y, además, intelectualmente tenía una madurez suficiente para entender con plenitud lo que significa la existencia de Dios y, por lo tanto, para amarle y adorarle. Y Alberto nunca fue de entregar el corazón a medias, así que, puestos a ser creyentes, mejor ser del Opus que tibio parroquiano

Yo, en cambio, me debatía entre el sentido religioso y la madurez intelectual y el ambiente de las chicas del barrio, de mi pueblo o de mi grupo de atletismo, y así alternaba la asistencia al círculo, a las meditaciones, confesiones con el cura, con magreos con mis novietas, borracheras los fines de semana en el pueblo, aventuras con coches, discotecas… Ésas diferencias no nos separaban a Alberto y a mí, al contrario, yo le contaba mis cosas y él escuchaba, con una mezcla de envidia, condescendencia y cachondeo, y por el contrario, yo admiraba su coherencia y tesón en el trato con Dios y él envidiaba mis aventuras de adolescente que, de alguna manera, se estaba perdiendo. Seguimos siendo íntimos durante todo este tiempo y, a pesar de que el apostolado –o proselitismo, depende del narrador- es una de las bases de actuación de los miembros de la Obra, jamás intentó convencerme de que asistiera a alguna de las múltiples actividades “pías” de su centro. Bueno, sólo una vez, y supongo que movido por algún “superior” que le debió decir algo así como: “¿No sois tan amigos? Pues entonces, ¿por qué no le invitas a un círculo?”.

Y lo hizo. Estábamos preparando los exámenes de Selectividad en Fontarrón, el centro de Alberto al que yo fuí, accidentalmente, porque estaba más cerca de nuestra casa. Bueno, lo de preparar es un decir por que Alberto no estudió nada durante el mes que mediaba entre el fin de curso de COU y los exámenes de Selectividad. Mientras los demás estudiábamos, Alberto se dedicaba a fabricar petardos –no había perdido la afición- , a aprender a programar con un primitivo ordenador sin pantalla (tipo Amstrad), a tocar la guitarra… todo menos estudiar. No le motivaba la Selectividad, porque había decidido hacer una carrera que no requería este examen para ingresar. Y Alberto nunca fue de imponerse obligaciones que no le interesasen; podía aprender ruso o japonés por curiosidad (y así lo hizo), pero era incapaz de hacer algo porque fuera, sencillamente, lo común, lo que había que hacer…. De todas formas, como era de esperar, Alberto aprobó la Selectividad con buena nota.

El caso es que una tarde, descansando del estudio (yo) y de la oración (él), estábamos fumando un cigarrito en un banco cuando de repente, un poco nervioso y azorado me dijo: “Podías venir al círculo este jueves.” Le miré de lado, sonriendo, pensando que estaba de broma. Pero no, estaba tenso, mirándome fijamente. “¿Estás de coña? Sabes que hace años que no voy a un círculo” le dije. “Por eso, falta te hace”, contestó. Le miré de frente, di una calada profunda y le respondí: “Vale, yo voy al círculo pero a la salida tú te vienes conmigo a tomar una caña con Inma y una amiga suya” (Inma era mi novia entonces) “¿Qué? ¿Tú estás loco? Sabes que no puedo hacerlo”. “Vaya, ¿y por qué no? O sea, ¿tú me invitas a que participe en algo que crees que es bueno para mí y yo no puedo hacer lo mismo por ti?”.

Se quedó pensando, callado, mirando al suelo. Se levantó en silencio y se fue hacia Fontarrón. Jamás volvió a insistir en el tema mientras fue de la Obra.

Con el tiempo, él, Miguel Ángel Arjona y Luisja (eran los tres de la Obra e inseparables en aquel tiempo) empezaron a tontear con chicas del barrio, que eran amigas de otros amigos suyos. Eso les valió más de una reprimenda, pero sobre todo, les sirvió para darse cuenta de que lo suyo no era el compromiso religioso sino las mujeres, así que en un corto plazo abandonaron el Opus, con alegrías y penas de los respectivos padres, dependiendo de la familia. Miguel Ángel merece un capítulo aparte y lo incluiré dentro de este relato, con la complicidad de Alberto, ya que imagino que los dos me miran mientras escribo, tomando unas cervezas celestiales mientras yo me devano los sesos intentando recordar las cosas con nitidez.

NOTA: Un círculo, es un grupo de personas que asisten a una charla de formación religiosa que imparte una persona de la Obra, un laico, que generalmente es el que te supervisa, el que hace apostolado contigo. Después de la charla se rezan unas breves jaculatorias y se hace un examen de conciencia (en privado).