¡ATENCIÓN!

Querido visitante: Esta es una historia que intento narrar en un orden más o menos cronológico; por este motivo, y por el funcionamiento de los blogs, tú tendrás que leerlo de más antiguo a más moderno, es decir, empezar por el capítulo de más abajo y seguir leyendo los capítulos hacia arriba, para poder seguir la narración. Perdona por la incomodidad, pero no se hacerlo de otra manera. Gracias por tu entrada y por tu comprensión. Bienvenido.

viernes, 16 de febrero de 2007

Exploraciones y apariciones



Tajamar está ubicado entre Vallecas y Moratalaz, dos barrios de Madrid que se han nutrido, uno con el aluvión de inmigrantes de los años de posguerra y otro con una inmigración, más ordenada, de la época del desarrollismo de los 60, que acudió a las posibilidades de progreso que ofrecía la capital. En cualquier caso, gente humilde, trabajadora, proveniente en gran medida de pueblos de La Alcarria y La Mancha. Al menos en Madrid, los inmigrantes solían vivir en la zona de la carretera que llevaba a su pueblo; me temo que los actuales inmigrantes lo tienen un poco más difícil. Aquella inmigración, sobre todo en Vallecas, dio lugar a situaciones de infravivienda y marginación, que con el tiempo desembocaron en problemas de drogas y delincuencia.

Tajamar fue la materialización del sueño de unos cuantos jóvenes del Opus Dei –sin un duro pero con grandes ideas e ilusión- de hacer una obra social y educativa en uno de los barrios más deprimidos del Madrid de entonces, que constituyó en aquellos años una oportunidad para salir adelante a muchos chicos que, en otro lugar donde se cuidase menos a las personas, hubieran tenido todas las papeletas para acabar en la marginación o en la delincuencia. Empezaron allá por los años cincuenta con un gimnasio en la calle Eduardo Requenas, en Vallecas; luego les dejaron dos cuartos para montar dos clases de primero en la colonia Erillas, en el mismo barrio. Cuando llegaba el final de curso, se dieron cuenta de que no tenían sitio para el año siguiente, cuando tuvieran cuatro clases, dos para primero y dos para segundo. Estos locos fundadores de Tajamar tenían la misma visión que San Josemaría: hay que pensar en grande para conseguir cosas grandes. La suerte -o el Espíritu Santo, depende de la versión- les vino a ver y, por lo que yo sé, el mago de Pelegrín Muñoz (hoy D. Pelegrín, sacerdote), consiguió ¡sin dinero! comprar los 110.000 m2 de Tajamar a unos propietarios que, además, le prestaron una vaquería, también de su propiedad; adecentaron las clases rápidamente y allí estuvieron un par de años, mientras el mentado D. Pelegrín conseguía, por medio de su tenacidad, que le recalificaran los terrenos para poder construir el colegio y que le prestasen el dinero para hacerlo. Todo lo consiguió con su sonrisa, su constancia y rezando mucho. Y nada más.


El terreno de Tajamar estaba en medio de campos de cultivo, rodeado, por la zona de Vallecas, de chabolas de inmigrantes, gitanos y mercheros; chabolas sin agua ni luz, donde se juntaban la marginalidad y la gente pobre, pero honrada, que quería salir adelante. En Tajamar, mucha gente encontró su oportunidad, pequeños y mayores, ya que también había clases nocturnas, sobre todo de Formación Profesional, para adultos. Unos la aprovecharon y otros no, pero no se le negó a nadie. Desde luego, no por dinero; más de un compañero de clase, durante aquellos años, no tenía ni para traer un bocadillo, pero nadie le negó la educación, el respeto ni la libertad. Supongo que por eso, el que menos dormía en Tajamar, era el encargado de "las perras".


El núcleo central de nuestra clase, en aquellos años de infancia hasta el BUP lo constituía un abigarrado grupo de chavales, mezcla de los dos barrios, que juntaba a habituales de robar en el Simago, con chavales que tocaban la guitarra en misa en su parroquia, familias con hijos en la cárcel o familias numerosas con padres del Opus que apuntaban a medianos cargos en el sector de la empresa o la banca. En este ambiente nos mezclábamos, en una clase, hijos de albañiles, de pilotos de Iberia, de empleados municipales, taxistas, de administrativos de empresas, de separados, de policías, con padres en la cárcel, Testigos de Jehová, hijos de familias del Opus Dei, agnósticas, de padres sindicalistas, de padres guerrilleros de Cristo Rey… Lo que ahora llamarían un “aula de integración” o algo así, en aquel lugar sucedía con una sencilla receta: ubicado en un barrio humilde, ofreciendo una educación y unas instalaciones de primer nivel, respetando los valores de los padres, pero dejando claro el ideario del colegio y la preocupación personal por cada alumno, fomentando la responsabilidad individual y el valor del trabajo y del cuidado de las cosas pequeñas.

Esta forma de educación empezaba en la edad más temprana; desde la entrada en el colegio, cada año se producía el mismo ritual: después de unos días de convivencia en el colegio, dedicados a recoger los libros, a copiar los horarios, a la presentación de los profesores, de las clases, etc, se producía una votación en clase para elegir al Delegado de Clase. El Delegado era el representante de los alumnos, cuidaba las clases en ausencia del profesor, acompañaba a los alumnos castigados a visitar al Jefe de Estudios del ciclo correspondiente, etc. El alumno más votado era elegido Delegado y el segundo, Subdelegado. A partir de ahí se producía la asignación de “encargos”, en función de las habilidades y condiciones de cada uno y, así, se nombraban los encargados de tizas (encargados de que siempre hubiese tizas en clase), de pizarra (borrar entre clase y clase), ventanas (subirlas y bajarlas), corchos (decorar una pared forrada de láminas de corcho que había en cada clase), de ”la hora” (de avisar al profesor del fin de la clase, ese tenía que tener reloj, algo que no todo el mundo tenía, entonces), etc.

Las notas, en cada evaluación, eran una suma de “Calificaciones” y “Actitud”, que no siempre estaban relacionadas, ya que podías haber sacado unas notas estupendas, pero tener baja puntuación en “actitud” por pasar la clases haciendo el gamberro o no cumplir bien con el encargo asignado, independientemente de la importancia que ese encargo pudiera tener, ya que lo realmente importante, y así nos insistían, era cumplirlo bien. Así, era tan importante, según nos enseñaron, ser el Delegado como el encargado de papelera, ya que lo importante era cumplir bien tu tarea. Esta forma de educar, que está relacionada, íntimamente, con el concepto de santificación de la vida ordinaria del Opus Dei, ahondaba en el concepto de responsabilidad y de libertad individual. Y eso estaba muy bien, aunque todos queríamos ser el Delegado y ninguno el encargado de papelera.

Otra de las características de la forma de educar en el colegio era la figura del Preceptor, que dependiendo de la edad del alumno variaba entre un universitario de la Obra, antiguo alumno o uno de los profesores del colegio. Cada año tenías un preceptor con el que hablabas al menos quincenalmente y que hacía un seguimiento especial en tus estudios, la relación con tu familia, la vida interior, el cuidado de las virtudes humanas, etc. Algunos preceptores dedicaban demasiado tiempo al proselitismo del Opus Dei, o se centraban demasiado en preguntar por la virtud de la pureza -a partir de la adolescencia-, probablemente como reflejo de sus propios defectos, aunque no eran la mayoría, ni mucho menos. Es típica de Tajamar la figura del alumno y el profesor caminando conjuntamente por los jardines del colegio mientras charlan animadamente (o el alumno pone cara de aguantar el chaparrón, según los casos).

El encargado de puerta –que se sentaba en la mesa más cercana a la puerta- de cada clase, escuchaba una llamada a la puerta, abría y recibía el encargo del preceptor que fuera para que saliese uno de sus preceptuados, ya que se hacía durante el horario de clase, para no sobrecargar los horarios de los alumnos. El encargado de puerta trasmitía el aviso al profesor, que si lo consideraba oportuno, daba permiso al alumno para salir.

Este mismo ritual sucedía cuando cualquier alumno era reclamado para cualquier cosa, para hacer alguna actividad relacionada con algún acto del colegio, del club deportivo, etc. El número de alumnos llamados para abandonar la clase era, en general, directamente proporcional con el grado de bisoñez del profesor. Así, en las clases de los profesores más ingenuos, salían a ser preceptuados aquellos alumnos que sabían que su preceptor no aparecería ese día, los del club de atletismo e incluso los de ballet, actividad que no se incluía en las actividades extraescolares del colegio, pero que despertaba espontáneamente la adhesión de aquellos que no habían podido acudir a alguna de las categorías habituales, que rápidamente se levantaban de sus sillas y salían ejercitándose en alguna pirueta o posturita relacionada, lejanamente, con el ballet clásico. No tengo que aclarar el valor de tener un encargado de puerta capaz de poner cara de póquer cuando fingía que alguien había llamado, dando unos golpes en su pupitre, y se acercaba al profesor para decirle que saliera fulanito para ir, por ejemplo, al club de corte y confección.

En una de estas tardes de clase con algún profesor poco avezado, Alberto y yo organizamos una exploración por los túneles de Tajamar. Los túneles son las galerías subterráneas de servicio que cruzan todo el colegio y por las que discurren las canalizaciones eléctricas, de agua, de alcantarillado, etc. Nada les gusta más a los chavales que sentirse aventureros explorando galerías subterráneas y, mucho más, cuando es algo prohibido. Lo que iba a ser una aventurilla entre los más “colegas” de la clase, se convirtió en una excursión no programada y no vigilada, y que despertó la alarma en el profesor únicamente cuando se quedó sólo con los dos más “pringaos” de la clase, ya que se había ido hasta el de la puerta. El resto, en rigurosa fila india detrás de Alberto y de mí, se sentían aventureros intrépidos explorando las galerías de una pirámide egipcia, la cueva de los piratas, o cualquier otra cosa que cupiera en nuestra imaginación. Detrás de cada recodo se abría la posibilidad de entrar en lo desconocido; se sucedían las carreras, empujones, risas y codazos propios de cuarenta chavales de diez años viviendo una aventura en un túnel.

La exploración comenzó a peligrar cuando el profesor empezó a asustarse ante la perspectiva de haber perdido a cuarenta alumnos dentro del propio colegio en horario lectivo y avisó de la extraña situación al Jefe de Estudios, que entonces era D. Rafael Martínez Olivares; éste apareció en clase y empezó a hacer preguntas a los dos esquiroles, a los que les faltó tiempo para largar dónde nos habíamos metido. El Jefe de Estudios mandó al profesor novato a buscarnos por los túneles, acompañado de alguno de los empleados de mantenimiento del colegio (“Los Toribios”, en nuestra jerga, nombre debido a uno de ellos, que era el hombre más feo que habíamos visto en nuestra vida, igualito que Popeye, pero con mono azul y rematado con una boina capada). Con lo que no contaba el Jefe de Estudios es con que, además de la entrada natural que estaba en la sala de calderas del colegio, Alberto y yo, como buenos exploradores, habíamos encontrado una salida de emergencia por una chimenea de ventilación que quedaba cerca de nuestra clase, de tal forma que cuando descubrimos que nos estaban siguiendo, toda la partida de exploradores se encaramó por la salida de emergencia y aparecimos en clase antes que el profesor regresara, con algo de polvo encima, cara de buenos y sensación de triunfo; al rato apareció el profesor novato balbuceando explicaciones ante D. Rafael (alias el “sin filtro” debido a su hermosa calva), que no se explicaba por donde habíamos escapado, pero que nos miraba a Alberto y a mi, fijamente, no se si enfadado, buscando una explicación o aguantándose la risa.

Alberto y yo habíamos descubierto la entrada las galerías por casualidad, “explorando” que era una de las actividades que más nos gustaba hacer y a la que dedicábamos muchos recreos y ratos libres, mientras otros se dedicaban a jugar al rescate, a churro mediamanga-mangaentera o a la pelotita de papel plata. Esta última especialidad, originaria y exclusiva, hasta donde yo se, de Tajamar, consistía en hacer un bolita con el papel de aluminio del bocadillo y jugar, en individuales o por parejas, a una especie de balón-volea, donde las redes eran las vigas sobre las que apoyan las uralitas que protegían del sol y de la lluvia los pasillos que hay entre las aulas. Barato, sencillo y con la ventaja de que las bolas de papel de aluminio no fomentan el marquismo y son ecológicas, por aquello del reciclado que ya he mencionado.

Tajamar tenía todo un mundo prohibido e ignoto por explorar, en aquellos recreos en los que Alberto y yo desarrollamos nuestra curiosidad, nuestra afición por lo prohibido y nuestro sentido de la orientación. Había que verle moverse sigilosamente, a pesar de andar sobrado de kilos, andando de puntillas o esconderse detrás de una cortina justo antes de ser sorprendido. Y si le pillaban, pues nada, a aplicar la técnica de la cara de “pensamiento vacío” y a decir que se había perdido y a otra cosa.

El área de operaciones preferido para nuestras exploraciones era las que formaban el conjunto Salón de Actos – Oratorio, Edificio Central – Sala de Profesores, precisamente porque eran las zonas a las que no teníamos acceso sin un motivo justificado. El conjunto del Salón de Actos tenía muchas posibilidades pues conectaba con un Centro del Opus Dei en sus bajos, la carpintería, la Cripta, la Residencia de Profesores, la Torre del Oratorio, etc. El Salón de Actos, es la pieza central y consta de una gran sala central rectangular, cuyas paredes la forman un escenario elevado, una entrada lateral y dos paredes móviles que conectan con el Oratorio grande y con la Sala de Proyecciones, de tal forma que, por medio de mecanismos hidráulicos, las paredes suben y bajan, ampliando el Salón de Actos con la Sala de Proyecciones o el Oratorio con el Salón de Actos. Todas estas funciones requieren de una tramoya subterránea que a Alberto y a mí nos fascinaba y estábamos deseando explorar.

Así, una entrega de premios de Navidad, descubrimos que el escenario elevado tenía unas puertas de entrada a los lados de su parte frontal, que se podían abrir sin dificultad y que se nos mostraban insinuantes y provocativas. Al volver de las vacaciones de Navidad, en un recreo, nos decidimos a explorar la zona.

La primera dificultad consistía en entrar en el propio Salón de Actos pero para ello contábamos con varias técnicas: comunicarnos por el Oratorio, entrar por el Centro, haciendo que buscábamos a alguien, etc. No recuerdo cual utilizamos aquel día, pero, una vez dentro, nos encontramos con el problema de que no llevábamos una linterna ni cerillas para ver en la oscuridad que reinaba debajo del escenario. Con la poca luz que entraba por una de las puertas entornadas del Salón de Actos, pudimos distinguir sillas apiladas de las que se utilizaban en los actos con público y, al fondo, un cuadrado oscuro en el suelo. Nos adentramos por debajo del escenario, tanteando, hasta llegar al hueco cuadrado por el que, parecía, podíamos llegar a un nivel inferior donde debían estar los mecanismos hidráulicos de las paredes móviles.

El único problema, en aquel momento de excitación por lo prohibido, es que no se veía a tres en un burro. Y, en aquellos instantes en los que dudábamos acerca de cómo seguir, pasaba lo de siempre:

- No se ve nada.
- No.
- Habrá que bajar de alguna forma
- Si, pero no se ve el suelo.
- Ya. Salta.
- Salta tú, no te jode.
- Salta tú. ¿No eres tú el atleta?
- Ya estamos. Lo echamos a suertes y ya está.
- Si, a pares y nones. Lo malo es que no nos vemos los dedos.
- ¡Venga salta tú, que se nos va a acabar el recreo!
- ¡Yo no salto, salta tú o nos vamos!

Total que, como siempre, me tocó saltar. Así que, me lancé al vacío, en completa oscuridad, rezando para que aquello tuviera un suelo más o menos cercano. El suelo estaba razonablemente cerca, no me rompí ningún hueso en aquella ocasión, pero eso no quiere decir que la aventura acabase sin daños. Caí como un gato, flexionando las piernas al sentir que tocaba algo sólido con los pies. Todo hubiera acabado bien si no fuera porque al caer, una de mis piernas se hundió con el suelo con estrépito, mientras cargaba el peso sobre la otra, que apoyaba en firme; milagrosamente pude mantener el equilibrio y no caerme por el agujero que había abierto en el suelo.

Solté algún juramento mientras Alberto me preguntaba, en susurros, qué había pasado. “¡No sé, se ha hundido el suelo!” le respondí, también susurrando. “¿Y qué hay debajo?”, preguntó, fruto de su afición exploradora, sin valorar que yo había estado a punto de acabar mis días como explorador y quien sabe si como alguna otra cosa más. “Voy a mirar”, le respondí.

El falso suelo por el que casi había caído en realidad era el techo de escayola de la Cripta, que en ese lugar coincidía con un hueco en la losa de hormigón en la que apoyaba el Salón de Actos. En aquel momento, final del recreo, sólo había una persona en la Cripta, rezando, supongo que con gran devoción, y que había vivido la experiencia mística de su vida, al sentir, en medio de la oración, como el cielo, literalmente, caía sobre su cabeza mientras escuchaba la voz de un angelito emitiendo juramentos más propios de un estibador en sábado de paga que de un querubín aparecido en un recinto sagrado. Cuando miré hacia abajo sólo pude distinguir el rostro desencajado de un tipo repeinado con fijador, con la boca abierta, que miraba hacia arriba, con los brazos abiertos, diciendo “Dios mío, Dios mío”, con los ojos saltándole tras los gruesos cristales de las gafas de carey que portaba el individuo.

Confié en la falta de luz del lugar donde yo estaba, la rapidez de la acción y, sobre todo, la miopía que parecía afectar al testigo de mi accidente/aparición, para conservar el anonimato del destrozo que había ocasionado en el techo de la Cripta. Así que salté en sentido inverso, salí corriendo con Alberto detrás y llegamos a clase, por los pelos, poniendo cara, como siempre, de no haber roto un plato en nuestra vida.

No sé a qué fenómeno atribuyeron el agujero del techo de la Cripta, pero sé que a nosotros no nos culparon de nada, es más, que no buscaron culpables –hubiéramos sido llamados, indudablemente, a una “rueda de reconocimiento” en caso de que hubieran sospechado de algún alumno- y que el techo estuvo varios años sin ser arreglado, (no sé si por falta de presupuesto o por que razón), lo que nos ocasionaba un íntimo temblor cada vez que acudíamos a la Cripta y comprobábamos que “aquello” seguía allí.

Nota: para más información sobre la historia de Tajamar:
De donde he tomado las dos fotos del principio y algunas más que ilustran este relato.

martes, 13 de febrero de 2007

Tabaco y revistas



Los años fueron pasando y nosotros seguíamos juntos en el colegio, pasando de curso en curso. Es curioso que a pesar de ser muy amigos –o precisamente por eso- nunca nos sentamos juntos en los diez cursos que compartimos la misma clase. O bien no nos sentaban juntos los profesores encargados o bien nosotros nos separábamos para “cubrir más territorio”. Eso si, siempre en primera fila pues es bien sabido que el mejor sitio para que no te vean hacer algo es el más evidente y si uno consigue hacerse invisible en clase tiene garantizada la tranquilidad.

Durante los recreos, como los otros chavales, nos dedicábamos a jugar a churro-media manga-manga entera, a fumar cigarrillos sueltos en el kiosco del Claudio y a pasar por la barra al más tonto de la clase. Esta última costumbre es autóctona de Tajamar y yo no la he visto en ningún otro sitio, cosa que agradezco al Creador. La técnica es bien sencilla: se escoge a la víctima, normalmente el más tonto de la clase, que no tiene que ser el menos inteligente, a veces fue todo lo contrario, pues ser un “pringao” no significa nada y significa todo: puedes ser muy listo, muy deportista, muy guapo, muy… todo, pero ser un “pringao”, si no te das cuenta “de qué va el rollo”, si no sabes integrarte, en fin, si no sabes buscarte el respeto de los demás.

En fin, el caso es que se escoge a la víctima, se le aborda entre un mínimo de 4 y un máximo de 10 chavales, dependiendo de la corpulencia y resistencia del individuo, se le levanta agarrándole por los brazos y las piernas y se le intenta separar en dos mitades, simétricas, tomando como eje de división la línea recta que pasa por la nariz y el ombligo, utilizando como elemento de separación una columna de base cuadrada y hecha en acero al carbono, pintada de gris plomo, de las cientos de ellas que soportan los tejados de Uralita de los pasillos de Tajamar.

El primer obstáculo es decidir por donde se inicia el proceso de separación; los comandos experimentados ya saben que la forma más eficaz consiste en pasar una pierna del pringao de turno a cada lado de la columna elegida, ya que si se ataca directamente por la cabeza, la forma normalmente convexa que esta parte del cuerpo suele presentar en su parte superior, origina deslizamientos y rodaduras que impiden el objetivo buscado. Por tanto, una vez situada la víctima con una pierna a cada lado de la columna, el siguiente movimiento del grupo consiste en intentar que todo el cuerpo pase a través de la columna separando en dos mitades a la persona elegida.

Lo cierto es que nunca conseguí ver un ejecución completa de la técnica, probablemente por la falta de filo de la columna, si bien es cierto que su base cuadrada daba mucho juego al ejecutar movimientos en círculo alrededor de la base de la columna mientras se tiraba de las piernas del sujeto, que en esos momentos ya no solía ser pasivo y gritaba y aullaba una barbaridad. Hubo temporadas de mucho aburrimiento, cuando la lluvia nos impedía jugar en los campos de deporte o la falta de dinero nos impedía ir a jugar al futbolín al bar de Pepe o a fumar al Claudio, que podíamos pasar al mismo pringado por la barra durante toda la semana, con lo cual la práctica perdía espontaneidad, la víctima negociaba condiciones y todo se reducía a una especie de ritual vacío como la misa de un cura ateo.

Cuando teníamos dinero, salíamos al kiosco del Claudio a comprar pipas sueltas, caramelos Saci (primero de menta, luego de varios sabores) o cigarrillos sueltos, que los chavales se fumaban con indudable estilo sentados en unas sillas de enea con las que Claudio hacía más acogedor su mísero negocio. El kiosco del Claudio estaba situado en una esquina de una manzana de casas bajas, de una planta, encaladas, que rodeaban la fachada noroeste de Tajamar, la salida hacia Vallecas. El local no superaba los 4 metros cuadrados y tenía un mostrador de madera reciclada de algún derribo, tras el cual se situaba el Claudio, vestido con delantal azul, boina negra y gafas de culo de botella. Claudio debía rondar la sesentena, había perdido gran parte de los dientes, y vivió y prosperó a base de ganar céntimo a céntimo vendiendo cucuruchos de papel gris de pipas tostadas por él mismo, caramelos y cigarros sueltos. Jamás fió una peseta a ningún alumno, jamás se le desmandaron los chavales en su kiosco (a pesar de que entrábamos en tropel en los recreos) y jamás vi a nadie conseguir mangarle uno de sus preciados cucuruchos a pesar de intentar distraerle su atención aprovechándonos de su miopía. Si un profesor entraba en el kiosco todo el mundo desarrollaba una habilidad inusitada en varias artes circenses: prestidigitación, tragafuegos, invisibilidad. Así conseguíamos transformar, en unos segundos, una especie de fumadero de opio en un local donde inocentes muchachos comían inocentes pipas -con sal o sin sal- con cara de estar haciendo la primera comunión.

En aquel tugurio nos fumamos nuestros primeros cigarros comprados Alberto y yo, aunque ya antes habíamos empezado a fumar del tabaco que sisábamos a nuestros padres en casa. Allá por 4º de EGB –entre 9 y 10 años de edad-, nos pillaron por primera vez fumando en el colegio y tras la consabida bronca y aviso a los padres, decidimos no volver nunca a fumar… hasta la semana siguiente. O sea, que ya de pequeños mostrábamos el mismo carácter y los mismos defectos que de mayores.

Lo del tabaco, en aquellos años, era la prueba definitiva de si eras un pringao o no. Con el poco dinero que juntábamos entre los dos, nos dedicábamos a probar todo tipo de marcas de tabaco de la época: Goya, Rumbo, Sombra, Piper, More (el más sofisticado), Un X 2… El problema, muchas veces, consistía en guardar a buen recaudo de los registros por sorpresa de nuestras madres los paquetes de tabaco que compartíamos. En una ocasión en que Alberto y yo habíamos hecho algo de dinero vendiendo unos linóleos, invertimos nuestro capital en un cartón de Winston: auténtico Winston americano pata negra que habíamos comprado a un jincho que nos atracaba de vez en cuando camino a casa. El problema era donde meter tanto tabaco sin ser descubiertos.

Entonces Tajamar estaba acometiendo el cerramiento del colegio: ante el peligro de una expropiación del terreno del colegio, por parte del primer ayuntamiento socialista, vallaron el perímetro e hicieron unos modestos campos de deporte. En el interior de una de aquellas vallas, hechas de tubo de acero, que estaban apiladas para su colocación, escondimos Alberto y yo todo nuestro capital en cigarrillos un viernes por la tarde, para no pasar todo el fin de semana con tanto “material” encima. Durante el fin de semana, a los operarios de la obra les dio por adelantar trabajo y montaron la pila de vallas en la que estaba escondido nuestro tesoro. Menudo chasco. Debe de seguir allí.

No fue el primer ni el último episodio desagradable que vivimos por ese afán de hacer cosas “de mayores” ese mismo año. También en 4º, nos sorprendieron con nuestra primera “revista porno”. La cosa vino desde el barrio donde vivíamos. Allí, un “mayor” llamado Casas, al que luego le reconocí el por qué de la mirada aviesa y los granos en la cara, estaba en posesión de algunas hojas de una revista pornográfica francesa. En aquel entonces, 1.975-76, las revistas porno sólo podían ser francesas. Yo conseguí algunas de las hojas, por la técnica de siempre: por ofrecerme voluntario, cuando nadie quería hacer algo. Me ofrecí a esconder en mi casa la revista, ya que nadie quería ser sorprendido con tan peligroso material. Así que, durante algunos días, utilicé una técnica que luego vi en películas americanas: envolví la revista en una bolsa de plástico y la introduje en la cisterna del baño.

Mi primer confidente, evidentemente, fue Alberto. Por aquel entonces estábamos muy intrigados sobre como se hacían las cosas, es decir, cómo se hacía eso de “follar” que todo el mundo comentaba. Además, no sabíamos exactamente que conexión tenía eso –que, indudablemente, era una guarrería y que, según decían, lo hacían los gitanos en el descampado- con los embarazos, los niños…

Manejábamos las más insólitas teorías, extraídas de aquí y de allá, cosas que nos contaban “los mayores” en el barrio, teorías de los que tenían hermanos mayores, etc. Algunas de las cosas que pensábamos entonces eran auténticas depravaciones, por el mero hecho de que no conocíamos la sencilla realidad. Y desde luego, hasta muchos años más tarde, no supimos ver su relación con el amor y la ternura.

El caso es que pronto, nuestro preciado bien –las hojas de la revista porno- acabaron siendo vistas por nuestros colegas más colegas de la clase, que, por supuesto, eran los más golfos. Si no recuerdo mal, teníamos dos hojas de la revista; en una de ellas, la estrella, era una mujer desnuda, en blanco y negro, morena, con cierto parecido a Ava Gardner –o yo ahora la veo así, al esforzarme en recordarla- es escorzo. Recuerdo que no me produjo ninguna sensación especial, que no me dije “ya está, ya he visto a una mujer desnuda”, sino que, más bien, aumentó mi curiosidad. Quería ver más. Pero tampoco sabía muy bien qué hacer con ese sentimiento de curiosidad.

La otra hoja tenía una escena sexual entre un hombre y una mujer. Recuerdo que nos impresionó mucho ver el pene del hombre en erección, sobre todo porque tenía una deformidad: el prepucio se inclinaba hacia abajo –creo que por el frenillo- de manera ridícula y, en clase, nos partíamos de risa entre “los colegas” haciendo un signo que consistía en mostrar el pulgar –como diciendo OK-, pero con la última falange en ángulo recto.

En una de estas nos pilló un profesor a Alberto y a mí haciéndonos la famosa señal y se interesó por su significado. Alberto puso la cara de siempre y yo me transfiguré en San Luis Gonzaga, pero un chivato al que no le habíamos dejado ver la revista (y que luego fue pasado repetidas veces por la barra) cantó la gallina. El profesor nos pidió los papeles, se los llevó a su mesa, los hojeó un rato, carraspeó, empezó a tragar saliva –todavía recuerdo su nuez, subiendo y bajando- mientras Alberto y yo imaginábamos las peores torturas que, inevitablemente, íbamos a sufrir. Ya nos veíamos sometidos a expulsión, castigos infinitos, azotes continuos… Pero nada de eso sucedió.

D. Javier, que así se llamaba el joven profesor, decidió que era un buen momento para aplicar un ejercicio de tolerancia y prudencia y prefirió no mandarnos al Jefe de Estudios con los papeles en la mano. A cambio de eso nos soltó, -entre carraspeos, mirando al suelo- una charla que no entendimos muy bien (o si), sobre los árboles jóvenes, que están creciendo y a los que no se les podía colgar un columpio, ni ninguna carga, pues eso dificultaría su crecimiento, o crecerían torcidos, etc. Era una bonita metáfora en la que nosotros sabíamos claramente que éramos los árboles jóvenes, pero no veíamos el columpio por ningún lado, no sospechábamos en aquel momento que la pornografía, efectivamente, era un lastre.

La infancia y la juventud, tienen como característica común que a pesar de tener toda la vida por delante, son mucho más cortoplacistas que la época adulta

O precisamente por eso, ¿no?.

sábado, 10 de febrero de 2007

El petardo y el dedo

La afición de los niños por los petardos es bien conocida. Las razones para esta afición son varias: es algo peligroso, y por tanto, hay que superar el miedo propio y ocasionárselo a los demás; es algo ruidoso y, por lo tanto, molesta a los mayores; es algo prohibido y, por lo tanto, hay que hacerlo.

En nuestro caso, la afición era doble: la mía relacionada con la procedente de ser de un pueblo muy aficionado a la pólvora (Mondéjar) y la de Alberto, por las infinitas posibilidades que en este caso ofrecía el “hágalo Ud. mismo” que a él tanto le gustaba.

Todos los principios de curso en Tajamar, se seguía el mismo ritual: yo traía petardos y correpiés de Mondéjar, Alberto y yo los tirábamos en el recreo, algún profesor nos pillaba y nos enviaba de visita al Jefe de Estudios. Al pasar de los años, el Jefe de Estudios me llamaba directamente a su despacho cuando empezaba a oír las explosiones.

La mayoría de los años, Alberto se libraba, por la técnica de poner cara de “pensamiento vacío” que tantas ventajas le reportó en momentos difíciles. Esta técnica consistía en fijar una mirada vidriosa en un punto intermedio entre Alberto y el interlocutor, abrir la boca como si se estuviera ahogando, sacando ligeramente la lengua y, en los casos más graves, dejar que un hilillo de baba la colgase por la comisura de los labios. Las respuestas, incoherentes, debían de tener un reflejo de idiocia, con un punto de gangoseo, pero debían ser creíbles, para que la persona que tenía en frente no sospechase que estaba siendo utilizado.

Esta técnica, en la que Alberto era un consumado intérprete, le sirvió, entre otras cosas, para conseguir que le concedieran prórrogas en la mili y que al final le excluyesen sin llevar ni un solo documento encima, conseguir matricularse en la Facultad de Informática fuera de plazo y sin tener plaza y, en múltiples ocasiones, para colarse en el metro y el autobús. Acudía a la ventanilla correspondiente sin cumplir ninguno de los requisitos que se exigieran en cada caso y conseguía despertar en el funcionario o militar de turno una mezcla entre compasión, irritación y ganas de quitarse de en medio a ese individuo, de tal forma, que el propio funcionario hacía las fotocopias del DNI, rellenaba los formularios, se saltaba números de expedientes y falsificaba las firmas necesarias.

La afición por los petardos y el bricolaje llevó a Alberto a fabricarse sus propios petardos, ya que los que vendían en las tiendas del barrio, habitualmente, no eran suficientemente potentes para él. Además, logró sumar a las anteriores su afición por la electrónica, fabricando petardos con encendido a distancia por medio de una pila de 4,5 V.

Los padres de Alberto, cuando aún vivía su padre, decidieron comprar un chalet en un pueblo cercano a Madrid. Allí acudían la mayoría de los fines de semana para descansar y sobre todo, para que Alberto soltase su exceso de energía en un espacio mayor de los 70 m2 de su casa de Madrid, ya que podía ocasionar desperfectos en la vivienda y en la salud de sus padres y convecinos.

Debió ser en 5º de EGB, es decir, a los 10 años, cuando Alberto decidió fabricar “la madre de todos los petardos”. Para ello, además de contar con la suficiente cantidad de azufre, carbón y salmuera, dispuso que el recipiente no debería ser el cartón común que tan poco grado de compresión –y por tanto de potencia en la explosión- le proporcionaba. Para aumentar esta potencia decidió utilizar un trozo de cañería de plomo rescatada de alguna de las obras de la zona. Así que, ni corto ni perezoso, una soleada mañana de sábado y ayudado de su hermano Óscar -en su papel de profesor Tornasol- se dispuso a llenar la citada cañería con la mezcla exacta de los ingredientes que componen la pólvora casera. Uno de los extremos de la cañería estaba cerrado por un tapón y comenzó a dar martillazos al otro extremo, apoyándose en una piedra para conseguir cerrarlo convenientemente.

Las teorías de Alberto sobre explosivos demostraron ser acertadas, pero en un momento poco oportuno. La explosión, efectivamente, fue la mayor de los petardos que jamás había fabricado hasta entonces, pero se llevó por delante la mitad de su pulgar izquierdo, mientras restos de cañería se le clavaban en la pierna derecha.

Sus compañeros de clase no supimos nada hasta que, algunos días más tarde, Alberto llegó al colegio tras varios días sin aparecer, con porte de héroe mutilado de guerra, cojeando ostensiblemente, algunos rasguños en la cara y el brazo en cabestrillo. Tras una primera observación, descubrimos que la mano izquierda de Alberto se introducía entre el pantalón y su vientre y permanecía en tan delicado lugar más allá del tiempo que el pudor exigía.

El médico que le atendió debió considerar que el pulgar de Alberto merecía mejor suerte que hacer una faena de aliño, cortar, limpiar y ser arrojado al cubo de la basura –probablemente desconocía la afición de Alberto a tocar la guitarra a todas horas y la intranquilidad que esta afición ocasionaba a familiares y vecinos- y consideró la posibilidad de regeneración del dedo por medio de un injerto. Como el asunto iba a ser complicado e iba a exigir bastante tiempo, el buen hombre consideró una situación natural para albergar al pulgar a un punto intermedio entre el ombligo y la badana. Lo que lo que en ese momento parecía la solución perfecta iba a traer complicaciones con el paso de los años.

Efectivamente, Alberto estuvo varios meses en posición de tocarse la mandanga en sentido real y figurado, hasta que los médicos separaron al dedo de su albergue temporal. Su dolencia le libró de ejecutar tareas pesadas, de acudir a las odiadas (para él, que ya por aquel entonces empezaba a mostrar formas más bien rotundas a pesar de su hiperactividad) clases de Educación Física e incluso, en ese señalado año, de hacer “La Tabla”.

La Tabla merece una mención especial. Cada cuatro años, el grupo de profesores de Educación Física de Tajamar (el llamado “departamento del músculo”) elaboraban una tabla compuesta por una serie de ejercicios propios de la gimnasia sueca que un grupo de unos 300 alumnos debería ejecutar en el Festival de fin de curso. Muy al gusto de los ejercicios del sindicato vertical o de la juventudes fascistas, algo que nunca dejó de ser chocante en un barrio tan poco dado a estos gustos como Vallecas.

Al menos el concepto de orden era distinto al de los militares a la hora de ordenar una formación: es bien sabido que los militares, cuando ordenan un grupo de soldados –ya sea un pelotón, una compañía, una escuadrilla…- comparten afición con lo fruteros: ponen a los elementos más lustrosos los primeros de tal forma que así parece que todo el conjunto es igual. Así, los más altos están delante y los más bajitos detrás. Eso hace que, cuando una formación militar avanza en un desfile, los más menudos que están atrás, vayan oliendo y tragándose lo que los más altos sueltan; al menos, si el desfile no es con caballos, no hay que recoger las bostas cuando termina, pero el resto del acompañamiento si que se produce; por eso estoy tan de acuerdo con la supresión del servicio militar obligatorio, para que al menos en eso los cortos de estatura no sufran.

En este caso, los bajitos estábamos delante y los más altos detrás, lo que permitía a nuestras madres, emocionadas, contemplar con ojos rielantes como sus hijos, vestidos con pantalón corto y camiseta con los colores del colegio ejecutaban, frenéticos, una serie de movimientos al ritmo de la música. Al principio los ejercicios eran individuales pero según progresaba la ejecución, se unían en grupos que formaban bonitas figuras poligonales, como si se tratase de una película de Esther Williams, pero sin chicas y sin piscina. La verdad es que nos esforzábamos en parecer viriles y recios a pesar de la comparación anterior, que a nadie se le escapaba. No ayudaba mucho, en ocasiones, la música elegida para marcar el ritmo, como aquella edición en la que La Tabla empezaba con la música de Heidi.

El caso es que la preparación de la Tabla centraba la mayoría de las clases de Educación Física del curso y algunas horas más fuera de horario lectivo. El elemento cúspide de La Tabla era cuando los 300 alumnos hacíamos, a la vez, “el pino” (que por cierto, nunca ha sabido el por qué del nombre, cuando le pega más, ya puestos a buscar similitudes arbóreas, el ciprés). El pino constituía un elemento diferenciador de los alumnos en ese curso: era un “pasa-no pasa”; si sabías hacer el pino, hacías La Tabla y te ponían al menos un notable en Educación Física; si no sabías hacerlo, quedabas excluido, te jugabas un suspenso y tus padres tenían que soportar el estigma de haber engendrado un hijo que no era capaz de soportar el equilibrio y el peso del cuerpo en el extremo completamente opuesto a la parte pensada por El Creador para este particular.

El caso es que Alberto se libró aquel año de la dichosa Tabla, consiguiendo un aprobado que superaba con creces sus méritos al respecto. El asunto le duró algún año más para eludir los ejercicios más pesados o para librarse de algún encargo poco atractivo. De lo que no pudo librarse, durante el resto de su vida, fue de los efectos secundarios no previstos por el médico a la hora de elegir la zona sobre la que efectuar el injerto.

Según fuimos creciendo, e inevitablemente, comenzó a salirnos pelo en sitios donde nunca antes lo habíamos tenido, a Alberto le empezó a salir pelo negro y rizado en un sitio ciertamente original. Así que, con el paso del tiempo, el rito del afeitado contaba con un elemento añadido al del común de los hombres: su dedo injertado. Su dedo piloso le otorgaba algunas ventajas: por ejemplo, cuando no quería compartir tabaco o un bocadillo, se limitaba a pasar el dedo peludo por la boquilla de los cigarrillos o por el bocata, con lo que quedaban completamente anulados para el consumo del resto de los humanos.

miércoles, 7 de febrero de 2007

El Club de los Recogedores de Flores


Una de las tradiciones más arraigadas en Tajamar, que se integra dentro de las costumbres de la Iglesia, es la dedicación de Mayo a la Virgen María. Creo que no hay un antiguo alumno de Tajamar que no recuerde, en este mes, como acudía todo el colegio a la salida de las clases de la mañana, a cantar la Salve a la estatua de la Virgen que hay a la entrada del oratorio.

En todas las aulas, despachos y salas del colegio hay una imagen de la Virgen, ya sea un cuadro, una figura o una sencilla estampa en un marco. Las clases se iniciaban por la mañana con un Avemaría dirigido al cuadro de la Virgen y se acababan, por la tarde, de la misma manera. A las 12:00 parábamos para rezar el Ángelus. Cada día un alumno se turnaba, por riguroso orden, para dirigir la oración, a la que el profesor se sumaba como uno más.

En el mes de Mayo, a partir de una determinada edad, los alumnos eran animados a traer flores para colocarlas en un recipiente con agua que colgaba en la pared, bajo el cuadro de la Virgen de cada aula.

Alberto y yo, fruto de nuestra hiperactividad nunca diagnosticada, siempre éramos voluntarios para lo que fuera. Eso nos permitía descargar energías y tener el protagonismo que buscábamos, aunque no fuéramos, entonces, conscientes de ello. De lo que si éramos conscientes era de que cuando pedían voluntarios para, por ejemplo, poner sellos a las felicitaciones navideñas del colegio, hacer las pancartas para el partido de fútbol profesores-alumnos del aniversario, o lo que fuera, esa dedicación solía estar premiada con el correspondiente escaqueo de las clases.

En esta materia del escaqueo vía actividad “paralela pero legal” Alberto y yo nos hicimos auténticos maestros, de tal forma que durante toda la EGB era difícil encontrarnos en clase. Cosechamos grandes éxitos en este terreno –que explotábamos con discreción y vendiendo favores a otros alumnos, que también gustaban de fumarse las clases- hasta que nos encontramos con un profesor de Matemáticas, Benito Palenciano. D. Benito, que además de dedicarse a la enseñanza regentaba una boyante pollería con su mujer, era bastante más listo que nosotros y nos tenía un cariño que no supimos ver en ese momento; nos cascó el primer suspenso de nuestra vida en 8º de EGB, a pesar de que habíamos sacado puntuaciones más que notables en el examen de evaluación. Cuando fuimos a protestar las notas, nos miró con su sonrisa ladeada y socarrona y nos dijo: “Ya se que habéis aprobado. Tú, de hecho, tienes un nueve y tú un siete. Me da igual. Hasta que no volváis a acudir a todas mis clases, no os pienso aprobar. Y si queréis vais a protestar el Jefe de Estudios”. Ni se nos ocurrió.

En 3º de EGB, al llegar el mes de Mayo, D. Juan, que era nuestro profesor encargado, nos contó la tradición de traer flores a la Virgen. D. Juan, en aquel tiempo, debía de tener unos 40 años, era soltero, vivía con su padre y era el más serio de todos los profesores de EGB. Siempre impecablemente vestido, causaba pavor por su fiera mirada de ojos claros que escondía tras unas gafas de pasta ahumadas, algo pasadas de moda ya entonces. Era un buen profesor, paciente y cariñoso con los salvajes que poblábamos sus clases. Sólo tenía un defecto: cuando su cabreo llegaba al límite con algún becerro con pantalones cortos, lo peor que te podía pasar no era que te insultase a gritos, que te castigara… no, no; lo peor era que se quedara quieto, te llamase por tu nombre sin alzar la voz y te dijera que te acercases. Entonces, atizaba unos capones que se te encendía el pelo y no eran unos capones normales: D.Juan gastaba anillo con piedra –de moda entre la gente de su edad-, algo picuda, que manejaba con una precisión tal que parecía un ninja de los capones.

Los primeros en levantar la mano al requerimiento de las flores fuimos, como no, Alberto y yo. Después de conseguir la primicia, pensamos en cómo ejecutar la alta responsabilidad que se nos había encomendado para los dos días siguientes. Quedaba descartado pedir a nuestras madres –como hacía todo el mundo, según vimos más tarde- que comprasen las flores. Nuestras sufridas madres, ya por entonces, estaban más que hartas de que nos presentásemos voluntarios a todo, ya que a veces eso incluía comprar cosas, y las economías de nuestros respectivos hogares, funcionaban más ajustadas en costes que un restaurante chino.

Excluida la compra, sólo quedaban el robo y la recolección. El robo quedó descartado en el primer momento; más que por motivos morales –aunque se esforzaban en inculcarnos virtudes humanas, todavía no habíamos florecido en ese aspecto- por imposibilidad material: no había una sola floristería en nuestro universo conocido, muestra de la humildad de nuestro barrio. Por tanto, sólo quedaba la recolección.

El camino a Tajamar, entonces, era una aventura diaria. Para llegar al colegio desde Moratalaz había que atravesar una pasarela sobre la autopista de Valencia (el Puente Gris), un descampado lleno de terraplenes, montañas y cruzar el famoso “Tajamarranos”, arroyo de aguas fecales que salía de Tajamar y que, por falta de alcantarillado, se perdía en curvas y regatos hasta los confines del mundo conocido por nosotros. En total unos tres kilómetros desde casa, algo más de 15 minutos andando a buen paso.

Nuestras respectivas madres nos acompañaron al colegio el primer año, pero a partir de entonces, la seguridad que había en la calle, sus muchas cargas en casa y la compañía de vecinos y hermanos mayores, hicieron que gozásemos de una libertad impensable para un niño de estos tiempos que vivimos ahora.

En Mayo, en aquellos descampados y terraplenes crecían generosamente margaritas, amapolas, dientes de león y campanillas; bueno, y cardos, muchos cardos. Así que, cuando nos vimos en el trance de tener que llevar un ramo de flores al día siguiente, optamos por hacer un “ramo variado”, con la flora –y algo de fauna- autóctona de la región.

Cuando a primera hora de la mañana nos presentamos con un ramillete de amapolas, margaritas y lilas, D. Juan nos miró en silencio, arregló un poco el desastre agavillado de flores silvestres que habíamos recogido y, sin mediar palabra, lo metió en un antiguo bote de lejía lleno de agua que, cortada la tapa, hacía las veces más que dignamente de florero. Reciclado de envases se llama ahora a esto y lo enseñan en los colegios, con cargo al Presupuesto.

Al día siguiente, segundo de nuestro encargo, nos presentamos con un ramo más gordo que el anterior, en vista del éxito que habíamos cosechado. D. Juan volvió a mirarnos en silencio, murmuró algo que no logramos entender, tiró la mitad de las flores a la papelera y cambió el ramo, algo marchito ya, que habíamos traído el día anterior.

Después de nosotros se apuntó al encargo otro chaval de clase, Manolo Tobarra, uno de los que venía con nosotros todos los días por el descampado hasta Tajamar. Le ayudamos, esa mañana, a recoger una brazada de la escasa variedad de las flores silvestres de la zona. Cuando el muchacho se presentó, lleno de ilusión delante de D. Juan con su ramo –que era casi más grande que él y que no lo abarcaba con las manos, fruto de nuestro furor recolector-, éste no pudo más.

Sin respetar las reglas más elementales de la psicología infantil, sin el menor tacto, cometió un acto que sin duda, en estos días, le hubiera ocasionado el fin de su carrera en la enseñanza a quien sabe si la cárcel. Empezó a ponerse colorado y a gritar como un haitiano poseído por un zombi. “¡¡¡Forrajeeeeeeeee!!!” gritaba, “¡¡¡Esto es una mierdaaaaaaa!!!, ¡¡¡Flores, he dicho flores, joder, no malas yerbaaaaaaaaas!!!” vociferaba mientras saltaba pisoteando con una agilidad insospechada hasta entonces, sobre el ramo de flores que, previamente, había arrojado al suelo, mientras nos fulminaba con la mirada de sus ojos desorbitados detrás de las gafas de miope.

Comprendimos entonces que ese tipo de flores no era al que se refería D. Juan cuando solicitó nuestra colaboración. Al día siguiente, otro alumno llevó flores más estándar, no recuerdo cuales fueron, claveles, rosas, no sé; D. Juan las colocó en el jarrón “alternativo” mientras nos lanzaba una mirada asesina.




Nunca más llevamos flores a la Virgen –nuestra situación económica no cambió mucho con los años-; Mayo tiene unos 23 días lectivos y éramos 40 en clase, así que no hacíamos falta para la ofrenda floral. No sé por qué, creo que nuestros ramos le gustaban más a la Virgen, a la que con el tiempo, aprendimos a rezar con amor y confianza.

A pesar del fracaso, convertimos –sin traumas derivados de los gritos de D. Juan, ni nada- la experiencia de recoger flores en un éxito. Decidimos que si a D. Juan no le gustaban nuestras flores, seguro que a nuestras madres si, como comprobamos, durante muchos años, todos los meses de Mayo. Así que todos los días, a la vuelta del cole, nos convertimos en un pequeño ejército esquilmador de las flores que crecían en mogotes y terraplenes del descampado de nuestras aventuras. Tanto éxito tuvo la idea que nos convertimos en un grupo algo numeroso para las posibilidades de la flora de la zona, así que, Alberto y yo, establecimos un selecto grupo, “El Club de los Recogedores de Flores” e impusimos unas pruebas de entrada y unas normas de conducta.

Las pruebas de entrada incluían rodar por un terraplén llenito de cardos y que acababa en el lateral de la autopista; coger flores a una mano, suspendido en el vacío, en una montañita de la zona y pasar, hasta una marca establecida, por el exterior de la barandilla del Puente Gris. Alberto y yo, como socios fundadores, estábamos exentos de la superación de las pruebas.

Las normas se resumían a que mandábamos nosotros y punto.

El “Club de los Recogedores de Flores” tuvo la vigencia de nuestra inocencia, es decir, no muchos años más. También nuestras madres se cansaban de tirar, todos los días, una brazada de flores silvestres a la basura.

viernes, 2 de febrero de 2007

Inicios en Tajamar


Mis padres querían que cambiase de colegio y que entrase en Tajamar (luego supe que la logia esa tan terrorífica era un colegio). Por casualidades de la vida, D. Carlos Merino, el director de Tajamar, era también directivo de la empresa en la que trabajaba mi padre. Esas Navidades, mi padre me hizo sentarme en sus rodillas mientras el pobre hombre hacía de Rey Gaspar, en una entrega de regalos a los hijos de los empleados. Mientras esperaba en la fila para pedirle al Rey Mago que nos tocaba el regalo que habíamos elegido, mi padre me susurró al oído: “dile que tú lo que quieres de regalo es entrar en Tajamar” y así lo conseguí en 2º de EGB.

Tajamar es un lugar espléndido, mágico para los que hemos pasado años allí. Para los que sólo lo visitan, es un colegio amplio, de más de 10 hectáreas (cada una, un campo de fútbol de los grandes, para entendernos). Las aulas son de una sola planta. La edificación es de ladrillo rojo, con tejados de uralita; el suelo es de granito tanto en el exterior, como en el interior. Abundan los jardines y los caminitos de piedra, los bancos y cenadores que tanto le debían de gustar a San Josemaría Escrivá de Balaguer, porque los he visto repetidos en varias obras corporativas o residencias del Opus Dei. En los jardines se alternan los sauces llorones, los pinos y los cipreses. Hay muchas instalaciones deportivas, sencillas pero resistentes. Tiene un oratorio grande donde se celebran las Misas más concurridas, una cripta donde se celebran los actos de culto con pocos asistentes, o donde los alumnos y profesores acuden a visitar al Santísimo y a rezar en los recreos o tras las clases; un Salón de Actos enorme, con un gran escenario y una Sala de Proyecciones, como un cine. En el pabellón central están los despachos de los directivos del colegio, la administración y la Sala de Profesores. Todo está decorado con sencillez y buen gusto, como suele ser habitual en este tipo de centros, con muebles castellanos, resistentes al uso.

Para los que veníamos de las modestas casas de Vallecas y Moratalaz, atravesando descampados llenos de escombreras y barro, poblados de infraviviendas de gitanos y mercheros, Tajamar era una especie de oasis en medio del desierto. Conozco a algún antiguo alumno que todavía, cuando tiene algún problema o, sencillamente, se siente mal, se acerca a Tajamar, pasea por sus jardines, por los pasillos entre aulas, y encuentra la paz de espíritu a pesar de no haber pasado por el “reciclado” en el despacho de D. Rodrigo, el sacerdote pilar y referencia del colegio.

Mi primer día de colegio no fue nada mágico.

Aparte de asignarnos a una clase y hacer cola para recoger los libros nuevos -que sensación, la de oler los libros nuevos, poner tu nombre, forrarlos...-, no hicimos nada más, salvo jugar. Todos los colegios del mundo tienen un campo de juegos, o un modesto patio, o lo que sea, en el que siempre sucede lo mismo: cuando eres pequeño, los mayores te quitan el sitio para jugar porque son mayores y cuando eres mayor los pequeños no se dejan o los muy cabrones se chivan al profesor más cercano cuando tú lo único que quieres es hacer prevalecer la antigüedad –concepto muy anclado en los convenios colectivos de empresa, pero no aplicable a este particular- que tú previamente habías respetado.

Ese primer día, con afán de agradar y de marcar el terreno a mis compañeros de clase, mientras sucedía la aplicación de la regla que comentaba más arriba, me resistí a abandonar el patio, cuando fuimos amablemente requeridos para ello por los alumnos de 3º, que acababan de salir al recreo con un balón. Un “mayor” con pinta nada peligrosa –gafitas y cara de vaca mirando al tren-, me empujó para que saliera del patio. Me encaré con él, ante la mirada admirada del resto de mis compañeros e inicié el rito de pelea de osos al que estaba acostumbrado en mi barrio y que tantos éxitos que había reportado. Hasta el momento.

El gafitas me atizó, sin mediar palabra y sin demostrar ninguna pasión, como quien está ejerciendo una tediosa obligación, un rodillazo en los huevos que todavía hace que me encoja cuando lo recuerdo.

Me quedé tumbado en el suelo sintiendo el dolor más terrible que, aparte de una fractura de tibia y peroné, había sufrido hasta el momento. Alberto se acercó, me miró para ver si sobrevivía y se alejó en silencio, no fuera que el gafitas tuviera ganas de repetir la experiencia también con él. Lo peor fue la humillación de la derrota y descubrir que aquello no era mi barrio y que el mundo era un lugar peligroso y difícil para vivir.

Al día siguiente descubrí a Alberto entre los de mi clase. No dio muestras de reconocerme, ni tuvo curiosidad por saludarme. Al fin y al cabo, yo era “el nuevo” y tenía que acercarme a los demás, todavía con mayor motivo tras mi ridículo del patio. Comprobé que a Alberto y a otros chavales de mi clase, los mayores les trataban con cierto respeto y que la forma habitual de comunicarse con ellos no era por medio de collejas, como hacían con los demás. El motivo es que Alberto y otros, tenían hermanos mayores dentro del colegio, lo que les protegía, según el orden de castas-cursos establecido. Así que me inventé un hermano mayor, lo que me sirvió de protección durante algunos años, hasta que uno de los habituales de mis peleas, que si tenía hermanos mayores, descubrió el pastel y se encargó de divulgarlo, pero para entonces ya había aprendido a defenderme.

Alberto, por aquel entonces, vestía la indumentaria que le acompañaría casi hasta que empezamos el BUP: pantalón corto gris (en verano y en invierno), jersey azul marino de lana, y calzado que alternaba entre las botas de cuero con cordones y las botas de agua, en función de la meteorología. Como complementos, verdugo azul de lana reciclada de algún jersey viejo (nuestras madres ya practicaban el reciclado, sin campañas de publicidad ni nada), una trenka con capucha y una cartera de cuero marrón, que le duró casi hasta la universidad y que servía para llevar los libros, como escudo en las peleas a pedradas (llamadas “dreas”), como elemento de transporte en los terraplenes de la zona...

Nuestro profesor encargado de curso, D. José Luis Osuna, hombre paciente y amigable, manchego de Alcázar de San Juan y que, como toda la gente de pueblo, era inclinado a poner motes, llamaba a Alberto “Cabra Loca”, apelativo que le acompañó hasta que acabamos la EGB y cambiamos de compañeros de clase, por la entrada de nuevos alumnos.

Lo de Cabra Loca le venía al pelo. Si Alberto hubiera sido un niño de los de ahora –y hubiera tenido unos padres como los de ahora- estoy convencido de que le habrían tratado psicólogos y psiquiatras que le habrían inflado a pastillas y terapias que le hubieran vuelto tarumba de verdad. Cualquier psicólogo de colegio (los curas del laicismo, al fin y al cabo) o padre de hoy en día, no dudaría un momento en calificar a Alberto de “niño hiperactivo” por su exceso de energía, vitalidad, cachondeo y ganas de hacer travesuras. Falta de concentración, lo llaman. Claro, como te vas a concentrar en nada si tienes una fantasía que te desborda o tu mayor preocupación es pensar como le vas a gastar la próxima broma a tu compañero de pupitre o al profesor de turno. Si eso es una enfermedad, Alberto la padecía de manera aguda, pero creo que la mayoría de los chavales de entonces, salvo los bovinos, también éramos así.

Durante el primer año juntos nos hicimos amigos; tan amigos como pueden ser dos niños de siete años: jugábamos juntos, no nos peleábamos entre nosotros, hacíamos el camino de casa al colegio y viceversa juntos, etc. En ese primer año, Alberto y yo tuvimos que "reforzar" la lectura a dos compañeros nuestos de clase que provenían de familias muy pobres y que prácticamente no sabían leer. Alberto tenía más paciencia que yo (que atizaba coscorrones a mi "alumno" cuando fallaba) y consiguió mejores resultados en su faceta de profesor. Siempre se le dió mejor tratar a la gente.

Alberto era de mi "banda" en clase: cuadrilla de chavales, despabilados y un poco golfos, que solíamos ser los que "mandábamos", en los juegos del recreo, en el reparto de collejas a los más pringaos, etc. Yo le protegía a él -físicamente, yo era el deportista y él era el gordito- y él me hacía reír hasta llorar, como hizo siempre.

Alberto conseguía hacerme reir como un salvaje, ensanchando mis pulmones; me hacía reir de verdad, como ríes cuando eres niño, solo que él hacía que yo riera así siempre. El humor de Alberto estaba lleno de guiños de inteligencia, de ironía blanca, pero también usaba el gesto justo, impostaba la voz como nadie, imitaba a quien quería como quería.

Le encantaba intercalar frases de chistes o de películas en las conversaciones, que se convertían en claves de humor inteligente; llegamos a tener tantos "chistes privados" que había conversaciones entre nosotros que nadie entendía, pero que a nosotros nos hacían partirnos de risa. Cuando pasaba eso, para no ser incómodos -si nos interesaba- a un tercero, Alberto le explicaba el chiste en cuestión o la escena de la película correspondiente, con lo que el interlocutor, normalmente, también se partía de risa con él y entraba en la conversación.

Dicen que el humor es un gran componente del amor, cuando se trata de la pareja; en nuestro caso, fué un ingrediente fundamental de nuestra amistad: lo pasábamos siempre bien juntos, sólo por el hecho de estar juntos. Mi mujer -que quería a Alberto casi tanto como yo- me decía, sin celos, con admiración: "Sólo te ríes así con él", y a veces la sorprendía mirándome feliz cuando yo soltaba una estruendosa risotada con alguna ocurrencia de Alberto.