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Querido visitante: Esta es una historia que intento narrar en un orden más o menos cronológico; por este motivo, y por el funcionamiento de los blogs, tú tendrás que leerlo de más antiguo a más moderno, es decir, empezar por el capítulo de más abajo y seguir leyendo los capítulos hacia arriba, para poder seguir la narración. Perdona por la incomodidad, pero no se hacerlo de otra manera. Gracias por tu entrada y por tu comprensión. Bienvenido.

viernes, 16 de febrero de 2007

Exploraciones y apariciones



Tajamar está ubicado entre Vallecas y Moratalaz, dos barrios de Madrid que se han nutrido, uno con el aluvión de inmigrantes de los años de posguerra y otro con una inmigración, más ordenada, de la época del desarrollismo de los 60, que acudió a las posibilidades de progreso que ofrecía la capital. En cualquier caso, gente humilde, trabajadora, proveniente en gran medida de pueblos de La Alcarria y La Mancha. Al menos en Madrid, los inmigrantes solían vivir en la zona de la carretera que llevaba a su pueblo; me temo que los actuales inmigrantes lo tienen un poco más difícil. Aquella inmigración, sobre todo en Vallecas, dio lugar a situaciones de infravivienda y marginación, que con el tiempo desembocaron en problemas de drogas y delincuencia.

Tajamar fue la materialización del sueño de unos cuantos jóvenes del Opus Dei –sin un duro pero con grandes ideas e ilusión- de hacer una obra social y educativa en uno de los barrios más deprimidos del Madrid de entonces, que constituyó en aquellos años una oportunidad para salir adelante a muchos chicos que, en otro lugar donde se cuidase menos a las personas, hubieran tenido todas las papeletas para acabar en la marginación o en la delincuencia. Empezaron allá por los años cincuenta con un gimnasio en la calle Eduardo Requenas, en Vallecas; luego les dejaron dos cuartos para montar dos clases de primero en la colonia Erillas, en el mismo barrio. Cuando llegaba el final de curso, se dieron cuenta de que no tenían sitio para el año siguiente, cuando tuvieran cuatro clases, dos para primero y dos para segundo. Estos locos fundadores de Tajamar tenían la misma visión que San Josemaría: hay que pensar en grande para conseguir cosas grandes. La suerte -o el Espíritu Santo, depende de la versión- les vino a ver y, por lo que yo sé, el mago de Pelegrín Muñoz (hoy D. Pelegrín, sacerdote), consiguió ¡sin dinero! comprar los 110.000 m2 de Tajamar a unos propietarios que, además, le prestaron una vaquería, también de su propiedad; adecentaron las clases rápidamente y allí estuvieron un par de años, mientras el mentado D. Pelegrín conseguía, por medio de su tenacidad, que le recalificaran los terrenos para poder construir el colegio y que le prestasen el dinero para hacerlo. Todo lo consiguió con su sonrisa, su constancia y rezando mucho. Y nada más.


El terreno de Tajamar estaba en medio de campos de cultivo, rodeado, por la zona de Vallecas, de chabolas de inmigrantes, gitanos y mercheros; chabolas sin agua ni luz, donde se juntaban la marginalidad y la gente pobre, pero honrada, que quería salir adelante. En Tajamar, mucha gente encontró su oportunidad, pequeños y mayores, ya que también había clases nocturnas, sobre todo de Formación Profesional, para adultos. Unos la aprovecharon y otros no, pero no se le negó a nadie. Desde luego, no por dinero; más de un compañero de clase, durante aquellos años, no tenía ni para traer un bocadillo, pero nadie le negó la educación, el respeto ni la libertad. Supongo que por eso, el que menos dormía en Tajamar, era el encargado de "las perras".


El núcleo central de nuestra clase, en aquellos años de infancia hasta el BUP lo constituía un abigarrado grupo de chavales, mezcla de los dos barrios, que juntaba a habituales de robar en el Simago, con chavales que tocaban la guitarra en misa en su parroquia, familias con hijos en la cárcel o familias numerosas con padres del Opus que apuntaban a medianos cargos en el sector de la empresa o la banca. En este ambiente nos mezclábamos, en una clase, hijos de albañiles, de pilotos de Iberia, de empleados municipales, taxistas, de administrativos de empresas, de separados, de policías, con padres en la cárcel, Testigos de Jehová, hijos de familias del Opus Dei, agnósticas, de padres sindicalistas, de padres guerrilleros de Cristo Rey… Lo que ahora llamarían un “aula de integración” o algo así, en aquel lugar sucedía con una sencilla receta: ubicado en un barrio humilde, ofreciendo una educación y unas instalaciones de primer nivel, respetando los valores de los padres, pero dejando claro el ideario del colegio y la preocupación personal por cada alumno, fomentando la responsabilidad individual y el valor del trabajo y del cuidado de las cosas pequeñas.

Esta forma de educación empezaba en la edad más temprana; desde la entrada en el colegio, cada año se producía el mismo ritual: después de unos días de convivencia en el colegio, dedicados a recoger los libros, a copiar los horarios, a la presentación de los profesores, de las clases, etc, se producía una votación en clase para elegir al Delegado de Clase. El Delegado era el representante de los alumnos, cuidaba las clases en ausencia del profesor, acompañaba a los alumnos castigados a visitar al Jefe de Estudios del ciclo correspondiente, etc. El alumno más votado era elegido Delegado y el segundo, Subdelegado. A partir de ahí se producía la asignación de “encargos”, en función de las habilidades y condiciones de cada uno y, así, se nombraban los encargados de tizas (encargados de que siempre hubiese tizas en clase), de pizarra (borrar entre clase y clase), ventanas (subirlas y bajarlas), corchos (decorar una pared forrada de láminas de corcho que había en cada clase), de ”la hora” (de avisar al profesor del fin de la clase, ese tenía que tener reloj, algo que no todo el mundo tenía, entonces), etc.

Las notas, en cada evaluación, eran una suma de “Calificaciones” y “Actitud”, que no siempre estaban relacionadas, ya que podías haber sacado unas notas estupendas, pero tener baja puntuación en “actitud” por pasar la clases haciendo el gamberro o no cumplir bien con el encargo asignado, independientemente de la importancia que ese encargo pudiera tener, ya que lo realmente importante, y así nos insistían, era cumplirlo bien. Así, era tan importante, según nos enseñaron, ser el Delegado como el encargado de papelera, ya que lo importante era cumplir bien tu tarea. Esta forma de educar, que está relacionada, íntimamente, con el concepto de santificación de la vida ordinaria del Opus Dei, ahondaba en el concepto de responsabilidad y de libertad individual. Y eso estaba muy bien, aunque todos queríamos ser el Delegado y ninguno el encargado de papelera.

Otra de las características de la forma de educar en el colegio era la figura del Preceptor, que dependiendo de la edad del alumno variaba entre un universitario de la Obra, antiguo alumno o uno de los profesores del colegio. Cada año tenías un preceptor con el que hablabas al menos quincenalmente y que hacía un seguimiento especial en tus estudios, la relación con tu familia, la vida interior, el cuidado de las virtudes humanas, etc. Algunos preceptores dedicaban demasiado tiempo al proselitismo del Opus Dei, o se centraban demasiado en preguntar por la virtud de la pureza -a partir de la adolescencia-, probablemente como reflejo de sus propios defectos, aunque no eran la mayoría, ni mucho menos. Es típica de Tajamar la figura del alumno y el profesor caminando conjuntamente por los jardines del colegio mientras charlan animadamente (o el alumno pone cara de aguantar el chaparrón, según los casos).

El encargado de puerta –que se sentaba en la mesa más cercana a la puerta- de cada clase, escuchaba una llamada a la puerta, abría y recibía el encargo del preceptor que fuera para que saliese uno de sus preceptuados, ya que se hacía durante el horario de clase, para no sobrecargar los horarios de los alumnos. El encargado de puerta trasmitía el aviso al profesor, que si lo consideraba oportuno, daba permiso al alumno para salir.

Este mismo ritual sucedía cuando cualquier alumno era reclamado para cualquier cosa, para hacer alguna actividad relacionada con algún acto del colegio, del club deportivo, etc. El número de alumnos llamados para abandonar la clase era, en general, directamente proporcional con el grado de bisoñez del profesor. Así, en las clases de los profesores más ingenuos, salían a ser preceptuados aquellos alumnos que sabían que su preceptor no aparecería ese día, los del club de atletismo e incluso los de ballet, actividad que no se incluía en las actividades extraescolares del colegio, pero que despertaba espontáneamente la adhesión de aquellos que no habían podido acudir a alguna de las categorías habituales, que rápidamente se levantaban de sus sillas y salían ejercitándose en alguna pirueta o posturita relacionada, lejanamente, con el ballet clásico. No tengo que aclarar el valor de tener un encargado de puerta capaz de poner cara de póquer cuando fingía que alguien había llamado, dando unos golpes en su pupitre, y se acercaba al profesor para decirle que saliera fulanito para ir, por ejemplo, al club de corte y confección.

En una de estas tardes de clase con algún profesor poco avezado, Alberto y yo organizamos una exploración por los túneles de Tajamar. Los túneles son las galerías subterráneas de servicio que cruzan todo el colegio y por las que discurren las canalizaciones eléctricas, de agua, de alcantarillado, etc. Nada les gusta más a los chavales que sentirse aventureros explorando galerías subterráneas y, mucho más, cuando es algo prohibido. Lo que iba a ser una aventurilla entre los más “colegas” de la clase, se convirtió en una excursión no programada y no vigilada, y que despertó la alarma en el profesor únicamente cuando se quedó sólo con los dos más “pringaos” de la clase, ya que se había ido hasta el de la puerta. El resto, en rigurosa fila india detrás de Alberto y de mí, se sentían aventureros intrépidos explorando las galerías de una pirámide egipcia, la cueva de los piratas, o cualquier otra cosa que cupiera en nuestra imaginación. Detrás de cada recodo se abría la posibilidad de entrar en lo desconocido; se sucedían las carreras, empujones, risas y codazos propios de cuarenta chavales de diez años viviendo una aventura en un túnel.

La exploración comenzó a peligrar cuando el profesor empezó a asustarse ante la perspectiva de haber perdido a cuarenta alumnos dentro del propio colegio en horario lectivo y avisó de la extraña situación al Jefe de Estudios, que entonces era D. Rafael Martínez Olivares; éste apareció en clase y empezó a hacer preguntas a los dos esquiroles, a los que les faltó tiempo para largar dónde nos habíamos metido. El Jefe de Estudios mandó al profesor novato a buscarnos por los túneles, acompañado de alguno de los empleados de mantenimiento del colegio (“Los Toribios”, en nuestra jerga, nombre debido a uno de ellos, que era el hombre más feo que habíamos visto en nuestra vida, igualito que Popeye, pero con mono azul y rematado con una boina capada). Con lo que no contaba el Jefe de Estudios es con que, además de la entrada natural que estaba en la sala de calderas del colegio, Alberto y yo, como buenos exploradores, habíamos encontrado una salida de emergencia por una chimenea de ventilación que quedaba cerca de nuestra clase, de tal forma que cuando descubrimos que nos estaban siguiendo, toda la partida de exploradores se encaramó por la salida de emergencia y aparecimos en clase antes que el profesor regresara, con algo de polvo encima, cara de buenos y sensación de triunfo; al rato apareció el profesor novato balbuceando explicaciones ante D. Rafael (alias el “sin filtro” debido a su hermosa calva), que no se explicaba por donde habíamos escapado, pero que nos miraba a Alberto y a mi, fijamente, no se si enfadado, buscando una explicación o aguantándose la risa.

Alberto y yo habíamos descubierto la entrada las galerías por casualidad, “explorando” que era una de las actividades que más nos gustaba hacer y a la que dedicábamos muchos recreos y ratos libres, mientras otros se dedicaban a jugar al rescate, a churro mediamanga-mangaentera o a la pelotita de papel plata. Esta última especialidad, originaria y exclusiva, hasta donde yo se, de Tajamar, consistía en hacer un bolita con el papel de aluminio del bocadillo y jugar, en individuales o por parejas, a una especie de balón-volea, donde las redes eran las vigas sobre las que apoyan las uralitas que protegían del sol y de la lluvia los pasillos que hay entre las aulas. Barato, sencillo y con la ventaja de que las bolas de papel de aluminio no fomentan el marquismo y son ecológicas, por aquello del reciclado que ya he mencionado.

Tajamar tenía todo un mundo prohibido e ignoto por explorar, en aquellos recreos en los que Alberto y yo desarrollamos nuestra curiosidad, nuestra afición por lo prohibido y nuestro sentido de la orientación. Había que verle moverse sigilosamente, a pesar de andar sobrado de kilos, andando de puntillas o esconderse detrás de una cortina justo antes de ser sorprendido. Y si le pillaban, pues nada, a aplicar la técnica de la cara de “pensamiento vacío” y a decir que se había perdido y a otra cosa.

El área de operaciones preferido para nuestras exploraciones era las que formaban el conjunto Salón de Actos – Oratorio, Edificio Central – Sala de Profesores, precisamente porque eran las zonas a las que no teníamos acceso sin un motivo justificado. El conjunto del Salón de Actos tenía muchas posibilidades pues conectaba con un Centro del Opus Dei en sus bajos, la carpintería, la Cripta, la Residencia de Profesores, la Torre del Oratorio, etc. El Salón de Actos, es la pieza central y consta de una gran sala central rectangular, cuyas paredes la forman un escenario elevado, una entrada lateral y dos paredes móviles que conectan con el Oratorio grande y con la Sala de Proyecciones, de tal forma que, por medio de mecanismos hidráulicos, las paredes suben y bajan, ampliando el Salón de Actos con la Sala de Proyecciones o el Oratorio con el Salón de Actos. Todas estas funciones requieren de una tramoya subterránea que a Alberto y a mí nos fascinaba y estábamos deseando explorar.

Así, una entrega de premios de Navidad, descubrimos que el escenario elevado tenía unas puertas de entrada a los lados de su parte frontal, que se podían abrir sin dificultad y que se nos mostraban insinuantes y provocativas. Al volver de las vacaciones de Navidad, en un recreo, nos decidimos a explorar la zona.

La primera dificultad consistía en entrar en el propio Salón de Actos pero para ello contábamos con varias técnicas: comunicarnos por el Oratorio, entrar por el Centro, haciendo que buscábamos a alguien, etc. No recuerdo cual utilizamos aquel día, pero, una vez dentro, nos encontramos con el problema de que no llevábamos una linterna ni cerillas para ver en la oscuridad que reinaba debajo del escenario. Con la poca luz que entraba por una de las puertas entornadas del Salón de Actos, pudimos distinguir sillas apiladas de las que se utilizaban en los actos con público y, al fondo, un cuadrado oscuro en el suelo. Nos adentramos por debajo del escenario, tanteando, hasta llegar al hueco cuadrado por el que, parecía, podíamos llegar a un nivel inferior donde debían estar los mecanismos hidráulicos de las paredes móviles.

El único problema, en aquel momento de excitación por lo prohibido, es que no se veía a tres en un burro. Y, en aquellos instantes en los que dudábamos acerca de cómo seguir, pasaba lo de siempre:

- No se ve nada.
- No.
- Habrá que bajar de alguna forma
- Si, pero no se ve el suelo.
- Ya. Salta.
- Salta tú, no te jode.
- Salta tú. ¿No eres tú el atleta?
- Ya estamos. Lo echamos a suertes y ya está.
- Si, a pares y nones. Lo malo es que no nos vemos los dedos.
- ¡Venga salta tú, que se nos va a acabar el recreo!
- ¡Yo no salto, salta tú o nos vamos!

Total que, como siempre, me tocó saltar. Así que, me lancé al vacío, en completa oscuridad, rezando para que aquello tuviera un suelo más o menos cercano. El suelo estaba razonablemente cerca, no me rompí ningún hueso en aquella ocasión, pero eso no quiere decir que la aventura acabase sin daños. Caí como un gato, flexionando las piernas al sentir que tocaba algo sólido con los pies. Todo hubiera acabado bien si no fuera porque al caer, una de mis piernas se hundió con el suelo con estrépito, mientras cargaba el peso sobre la otra, que apoyaba en firme; milagrosamente pude mantener el equilibrio y no caerme por el agujero que había abierto en el suelo.

Solté algún juramento mientras Alberto me preguntaba, en susurros, qué había pasado. “¡No sé, se ha hundido el suelo!” le respondí, también susurrando. “¿Y qué hay debajo?”, preguntó, fruto de su afición exploradora, sin valorar que yo había estado a punto de acabar mis días como explorador y quien sabe si como alguna otra cosa más. “Voy a mirar”, le respondí.

El falso suelo por el que casi había caído en realidad era el techo de escayola de la Cripta, que en ese lugar coincidía con un hueco en la losa de hormigón en la que apoyaba el Salón de Actos. En aquel momento, final del recreo, sólo había una persona en la Cripta, rezando, supongo que con gran devoción, y que había vivido la experiencia mística de su vida, al sentir, en medio de la oración, como el cielo, literalmente, caía sobre su cabeza mientras escuchaba la voz de un angelito emitiendo juramentos más propios de un estibador en sábado de paga que de un querubín aparecido en un recinto sagrado. Cuando miré hacia abajo sólo pude distinguir el rostro desencajado de un tipo repeinado con fijador, con la boca abierta, que miraba hacia arriba, con los brazos abiertos, diciendo “Dios mío, Dios mío”, con los ojos saltándole tras los gruesos cristales de las gafas de carey que portaba el individuo.

Confié en la falta de luz del lugar donde yo estaba, la rapidez de la acción y, sobre todo, la miopía que parecía afectar al testigo de mi accidente/aparición, para conservar el anonimato del destrozo que había ocasionado en el techo de la Cripta. Así que salté en sentido inverso, salí corriendo con Alberto detrás y llegamos a clase, por los pelos, poniendo cara, como siempre, de no haber roto un plato en nuestra vida.

No sé a qué fenómeno atribuyeron el agujero del techo de la Cripta, pero sé que a nosotros no nos culparon de nada, es más, que no buscaron culpables –hubiéramos sido llamados, indudablemente, a una “rueda de reconocimiento” en caso de que hubieran sospechado de algún alumno- y que el techo estuvo varios años sin ser arreglado, (no sé si por falta de presupuesto o por que razón), lo que nos ocasionaba un íntimo temblor cada vez que acudíamos a la Cripta y comprobábamos que “aquello” seguía allí.

Nota: para más información sobre la historia de Tajamar:
De donde he tomado las dos fotos del principio y algunas más que ilustran este relato.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Anda, esta historia del techo de la Cripta yo no me la sabía... qué bandarras. :-D


Nosotros íbamos de túneles también, a la sazón. Pero de alcantarillado. Encontramos, en el descampado que hoy es el Alcampo de Vallecas, dos misteriosos agujeros que conducían al sistema de alcantarillado. Aunque se podían recorrer pocos metros...

Respecto al sistema de encargos y delegados de Tajamar, debo decir que desde el Mesoneros, desde fuera, se veía como algo muy molón.

Nosotros sólo teníamos al delegado, que era o el Angona, o el Burgos, o yo.

Luego ya eligieron nuestro cole como experiencia piloto de los primeros Consejos Escolares y entramos en el Claustro y eso, en las reuniones de Dirección, como representantes de los alumnos. Pero era tirando a aburrido, porque los dos delegados -Gema y yo- éramos tirando a razonables.

Así que la cosa no funcionaba mal. Y yo utilizaba con fruición mi cargo para convencer a los mayores de lo importante que era hacer buenos festivales. Incluso hice una maqueta del escenario, completamente completa, con su fieltro azul en el suelo del escenario, su fondo semitranslúcido de papel vegetal y sus luces reguladas por reostato (entonces le daba a la electrónica).

Me dijeron: "Vale. Tú lo ves claro, tú diriges. ¿Qué hacemos?" Era el mejor equipo imaginable: Padres de Vallecas. Electricistas, Carpinteros, Albañiles. Moló.

Por entonces yo aprendía fotografía. Por fin mis padres habían conseguido que me centrara en algún hobby... Pero mi gran carencia era que no podía ampliar mi propias copias de las fotos.

No eres un verdadero fotógrafo si no revelas tus fotos.

Y mi hermano me contó que al lado de Tajamar había un "piso" donde tenían una actividad de fotografía. Y tenían un laboratorio.

Era un "piso del Opus".

Por mí, como si era un agujero a la octava dimensión. Después de los mercedarios, los del Opus me parecían hasta macarras.

Lo importante es que allí, en aquel sitio, había un laboratorio. Podría ver por primera vez cómo surgía la imagen en la cubeta... podría hacerlo yo...

...¿qué tipo de gente me encontraría allí?

Anónimo dijo...

http://www.josenegrete.com/bitacora/?p=405

José Antonio de Cachavera dijo...

Lo cuento en el próximo capítulo, que va sobre Palomeras y nuestros primeros escarceos con el Opus

Anónimo dijo...

Al leer tus aventuras por los túneles de Tajamar con Alberto, he recordado las muchas incursiones que mis amigos y yo, dos o tres años después, también hicimos por esos túneles, marcando flechas para no perder el camino.
Nosostros no ibamos en el recreo, sino por la tarde, al acabar las clases. Aquellos túneles atrapan. Tanto que todavía con la memoria andamos perdidos en ellos. No todos los colegios esconden un laberinto. Si hay una metáfora de lo que luego nos ocurrió en la vida, quizá sean esos pasadizos oscuros. Allí vamos caminando junto a un amigo, sin saber muy bien donde se encontrará la salida.
Miguel