También está el caso de los que empiezan todas las frases con “Pues a mí…”, “Yo…”, “Para mí,…”, centrando cualquier intento de conversación en ellos mismos, ya gire sobre libros, fútbol, la necesidad del incremento de competitividad en la economía española o el coste de las hipotecas. Da igual. Siempre empiezan y acaban la conversación en ellos mismos. Yoísmo, se llama, creo. Y acaba centrado en el yo. Tan centrado, tan centrado, que suele acabar en soledad.
Alberto solía decir que sólo había dos cosas importantes en la vida: la familia y la familia. Y, que si le apuraban mucho, también podría incluir a la familia. Quizás por eso, cualquier persona a la que conocía y le caía bien, era inmediatamente tratada como si fuera de su familia. Es cierto que hay personas que no se llevan bien con su propia familia; esas mismas solían coincidir en llevarse mal con Alberto, por una extraña asociación de la que me di cuenta bastante tiempo después.
En esa época de la Universidad, Alberto dejó de ser de la Obra. Empezó a tontear con compañeras de clase, del barrio, a descuidar su plan de vida y le preguntaron que quería hacer realmente con su vocación. No lo tenía muy claro así que pensó que lo mejor era dejarlo, ya que si a él le costaba considerarse miembro de cualquier tipo de grupo, asociación o peña, al ser tan diferente a todo el mundo, más debía de costarle, cuando no tenía las cosas claras, ser miembro del Opus Dei, con las exigencias que plantea para la propia vida ser de la Obra. El corazón está hecho para querer y Alberto, en ese tiempo de cambio y novedades pensó que casi mejor que dedicaba el corazón a enamorarse de alguna de las alegres muchachas que empezaba a conocer en la Facultad que a enamorarse del Amor.
Su hermano Óscar también era miembro del Opus Dei y no lo abandonó hasta bastantes años después y en otras condiciones. Supongo que la comparación con su hermano –que seguía “arropado” en su centro y seguía sintiendo su vocación- le provocaba sensación de fracaso. Pero lo que más le dolió, por la injusticia que representaba, fue la intervención de un cura de la Obra, bastante poco representativo de lo que yo he visto, –que Dios le perdone el daño que ha hecho a mucha gente- que le dijo que abandonar el Opus Dei era un pecado mortal, por el que se tenía que confesar. Alberto tuvo un tremendo cariño por el Opus Dei toda su vida y sintió en más de una ocasión nostalgia por aquel tiempo. Pero nunca fue muy dado a mirar atrás.
Y pasó lo que tenía que pasar; Alberto era el más popular del bar de la Facultad, le hacían la ola cuando entraba, incluido los camareros, que le fiaban los botellines (lo que no hacían con nadie), estaba rodeado de chicas pero… no se comía un colín. Para aquel entonces Alberto debía de andar ya por los 100 Kg.; empezó a dejarse una barba, que aún siendo poco poblada se compensaba con su longitud, lo que le daba un aspecto de sindicalista de extrema izquierda; su despreocupación por la ropa y atuendos seguía siendo una constante en su vida. Total, que no lo tenía nada fácil para resultar atractivo a las chicas que conocía. La verdad es que en esa edad de segura inseguridad, no debía ser nada fácil para una chica del común sentirse atraída por alguien como Alberto; no era muy presentable a grupos de amigas más pendientes de qué dirán las demás, del tamaño de la moto o de si el jersey de mi novio hace juego con mi bolso que de si me quiere, sabe querer, me hace reír o será un buen compañero de travesía.
Y así Alberto pasó de enamoramiento en enamoramiento, otorgando las mayores atenciones que muchas chicas recibieron jamás en sus vidas, canciones y poemas incluidos, viendo como esas mismas pasaban a engrosar la lista de rolletes de alguno de los que pasaban por allí, aprovechando que Alberto las maceraba el corazón, y luego venía en guapo de la película (que siempre es otro), y se las llevaba colgando del brazo. Alberto las hacía canciones, las hacía reír, las hacía sentirse comprendidas, queridas, admiradas… pero ellas no querían hacerle sentir nada a Alberto.
Por un lado fue el ejemplo vivo de que la educación diferenciada no influye en absoluto en la capacidad de relación con el otro sexo. Por otro, le tocó sufrir, en poco tiempo, lo que una adolescente sufre en varios años de fracasos con las mujeres, con la intensidad propia del corazón de Alberto.
En ese tiempo que empezaba a ser feliz, de grandes novedades – gente nueva, sitios nuevos, ¡chicas!, ambiente universitario- , proyectos de futuro, de ilusiones…. Alberto y su familia vivieron una tragedia: la muerte de Alberto padre. No recuerdo bien las causas de la muerte, algo que empezó como un tema menor pero que se fue complicando paulatinamente, hasta el desenlace fatal. No hablamos mucho de la enfermedad de su padre, mientras duró, Alberto nunca fue de preocupar a los demás. Sólo se que una tarde llamó a mi casa y me dijo que su padre acababa de morir y que estaba en los velatorios del Gregorio Marañón.
Allí me encontré con Alberto y con su familia, su madre y su hermano; a su hermana pequeña, la habían dejado en casa, para que no pasara el trago. El Negro apareció al poco tiempo, con el recuerdo revivido de la muerte de su padre, que había ocurrido unos años antes. Después llegaron Miguel Ángel Franco, Colla, etc. Salvo El Negro, los demás no sabíamos muy bien que hacer. Hasta ese momento, nuestra experiencia con la muerte había sido tangencial, siempre de lejos, siempre acompañados de nuestros padres, ya que las muertes que habíamos vivido habían sido de abuelos, de tíos mayores, en las que no habíamos sido afectados directamente. Gente que se muere por que le tocaba morirse. Eso creíamos.
Pero a Alberto padre no le tocaba morirse; tenía tres hijos estudiando, con mucho sacrificio económico, que ahora iban a ver su futuro tambalearse. Nosotros éramos conscientes de todo eso, pero no queríamos afrontarlo, no aquella noche, descarnada, cruel, en la que por primera vez, nos topamos con la muerte. A pesar de nuestra universidad recién estrenada, de la barba incipiente, de las novias, no dejábamos de ser unos niños grandes, con la voz cambiada pero con el corazón en mantillas. Esa noche, sin acordarlo, decidimos reírnos de la muerte y no aceptar que nos había tocado.
Así que, a medida que nos fuimos quedando solos, después de que Óscar se llevó a su madre a descansar antes del entierro del día siguiente, empezamos a bromear entre nosotros y a reírnos –sin que se enterasen, por supuesto, por nuestra integridad física-de un clan de gitanos que estaban en el velatorio de al lado. Para quien nunca lo haya vivido, contaré que como siempre que se juntan los gitanos para una desgracia, las mujeres lloran como auténticas plañideras, los hombres se abrazan, cantan y tocan, y se ponen ciegos de beber. Aparecen los primos y los primos de los primos con botellas de licor y al final acaban mamados como ositos y cantando y dando palmas, eso sí, con mucho sentimiento y mucho quejío. Al final de la noche se habían juntado más de cien calós y ocupaban su propia sala y las contiguas que quedaban vacías y, el que más y el que menos aprovechaba para despistar a la fregoneta las sillas de los velatorios, las coronas de otros muertos y hasta los extintores.
Lo trágico de la situación y lo surrealista de la escena contigua nos hizo soltar la tensión acumulada y empezar a decir tonterías, con el Negro y Alberto a la cabeza. Y ya he contado que Alberto era capaz de hacer reír a un notario el día de la muerte de su hijo, así que acabamos revolcándonos por el suelo, con agujetas en los costados y lágrimas en los ojos, no precisamente de pena. Nos despedimos, ya de madrugada, con el cuerpo igual que el que se ha corrido una noche de juerga.
Al día siguiente, en el entierro, estábamos todos avergonzados. Ninguna mención a lo sucedido. Miradas bajas, gafas de sol, solapas levantadas. A uno que se le ocurrió, en algún momento, iniciar una gracia imitando a uno de los gitanos de la noche anterior fue rápidamente fulminado por las miradas de los demás.
Alberto pasó el entierro bien, tranquilo, sereno. Ya, desde ese mismo día, demostró quién iba a ser el soporte de la familia, la columna a la que se agarraron los demás. Nosotros nos decíamos “todavía no se ha enterado de lo que le viene encima”, pensando en que, en algún momento, se derrumbaría y le veríamos llorar, hundirse. No fue así; ni en ese momento ni en ningún otro. Alberto decidió que él protegería a su familia de lo que le venía encima y que haría lo que fuera para que su madre y sus hermanos no sufrieran nada más que lo justo por la muerte de su padre. Así, empezó a buscar trabajo y a compatibilizarlo con sus estudios, que no abandonó. Trabajo haciendo las cosas más inverosímiles, hasta que lo que había aprendido en la Escuela de Informática le sirvió para poder trabajar de programador. Como el hambre aguza el ingenio, y Alberto, además lo tenía, pronto se aburrió de las asignaturas teóricas – cálculo, álgebra – y se centró en las más prácticas –cobol, pascal- que podían serle de utilidad para trabajar.
Consiguió que sus hermanos pudieran dedicarse sólo a estudiar y entre él y la buena administración de Manolita, su madre (la reina de los remiendos, de dar la vuelta a los cuellos de las camisas y de hacer platos con las sobras del día anterior), pasaron los años más difíciles, en los que la pensión de viudedad no llegaba para nada y los trabajos de Alberto eran ocasionales, mal pagados y le quitaban el sueño y el tiempo para estudiar. Con dieciocho años se convirtió en el cabeza de familia, en el sostén moral y económico de los demás y eso se tradujo en una madurez aplastente, práctica, sin poses ni imposturas.
En aquel tiempo aprendimos algunas cosas que nos unieron para toda la vida. El dinero era de todos y así, cuando llegaba el fin de semana, juntábamos lo que teníamos (Alberto nada) entre Miguel Ángel Franco, Miguel Ángel Arjona, El Negro, Colla y yo y repartíamos para las necesidades: para tabaco, para las cañas, para el autobús. Cuando llegaba el cumpleaños de alguno de nosotros, los regalos se dejaban juntos y se abrían sin decir de quien procedían, para que, si alguno no podía regalar nada, no lo pasase mal. Esa costumbre la seguimos haciendo hasta que empezamos a tener todos novia y, alguna de ellas no entendía que lo importante no era que el del cumpleaños supiera quién le había regalado qué, sino que le gustasen sus regalos y que no midiéramos la amistad por el precio del obsequio.
Empezamos a regalarnos canciones de cumpleaños, que no costaban nada -sólo tiempo y cariño, y entonces teníamos de sobra -y que eran una oportunidad para demostrarnos todo lo que nos queríamos. Así, cada uno de nosotros tenía varias canciones que le habían hecho los demás y que, al menos en mi caso, siempre superaban al original. Las mejores canciones eran las que El Negro y M.A. Arjona, siempre tuvieron algo que los demás no llegamos a tener. Yo le hice una canción a Alberto, torpe, bien intencionada, pero sin demasiado acierto al reflejar lo que era para mí. La letra dice así:
Se pasaba el invierno
con verdugo y botas de agua
con los pantalones cortos
y la sonrisa en la cara.
El colegio fue el camino
de aventuras y de dramas,
del sentido de la vida,
del Amor y la Palabra.
Jugábamos en los charcos
camino de vuelta a casa.
Cazábamos lagartijas;
nos fumábamos la paga.
Fuimos piratas del río
de la vida que pasaba.
Recogedores de flores
de las madres que esperaban.
Vendedores de sueños,
bálsamos del alma,
de quien quisiera querernos.
Tengo pocos recuerdos
sin su nombre, de mi infancia;
fue el hermano que no tuve,
mi ángel de la guarda.
Compartíamos todo,
el dinero, la esperanza,
el amor por lo prohibido
y los amigos del alma.
Él fue siempre mi apoyo,
la muleta de mi alma,
la fuente de mi risa
y el complemento a mis faltas.
Fuímos piratas del río...
Cuando la hice me dio vergüenza demostrarle lo que le quería. Aunque creo que no hacía falta.
1 comentario:
Ahora estoy mú agobiao, que le estamos preparando una fiesta sorpresa a Jaime para esta noche por su cumple, pero en un pliki quiero dejar colgada esta canción:
http://www.josenegrete.com/Pelis/EntreLosCuernosDeLaCe.mp3
No es la del festival. Esa aún estoy buscando la letra. Es una canción que le hice a Cacha para un cumple que celebramos en Villapepita, la casa del abuelo de Miguel Angel Franco en Vallecas.
Se la canté y me dio un par de besos, el tío. Nunca me había dado un beso, un tío. Que no fuera familia. Y nunca con tanto cariño de verdad.
Eso me gustó. Diría que hasta me cambió.
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