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domingo, 1 de abril de 2007

Navidad y Festivales




Durante muchos años, Alberto, el Negro y yo, siempre asociamos a la Navidad con el concurso de Belenes de Navidad. Tanto que luego, ya mayores, hemos seguido yendo todos los años, siempre que los estudios o el trabajo nos lo han permitido.

Cada Navidad, en Tajamar, se establecía un concurso de belenes. Las clases competían entre sí, desde los 5 a 17 años, es decir, desde el primer curso hasta el penúltimo. Cada año el motivo debía ser distinto al anterior y se establecían belenes “temáticos” aunque entonces no sabíamos que significaba palabra tan vacía. Simplemente, los profesores, al dar rienda suelta a la imaginación de los alumnos, conseguían que pasásemos de los belenes tradicionales de figuritas pintadas y casas más o menos parecidas a la Palestina del año 3 D.C a belenes “Vaquero”, “Galáctico”, “de sombras”, “Internacional”, “Submarino”, etc. Y así, el Niño Jesús podía aparecer, sonrosadito en su cuna, vestido de piel roja, dentro de una nave espacial o en el fondo del mar, siendo adorado por los peces que, como todo el mundo sabe, no hacen más que beber y beber en estas circunstancias.

También se daban casos de belenes clásicos, aburridillos, digamos. Solían ser fruto de un profesor encargado de curso que reflejaba su gris personalidad en el belén; así, las figuritas estaban bien hechas, pero se habían hecho con un molde; las típicas casas judías, encaladas en blanco, de una planta, eran sencillamente perfectas porque las habían hecho los padres de los alumnos. Estos belenes solían despertar poca curiosidad entre los asistentes a la fiesta de belenes. Todo lo más un “Stá bien… ¿no?” “Psché, ¿no lo hicieron ya el año pasado?”. Porque se podía hacer un belén sin demasiadas fantasías, pero con gracia: por ejemplo, un clásico como el típico belén viviente, con escenas del Evangelio, pero en el que el papel de la Virgen María en la Anunciación lo representa el chaval de la clase que hace lanzamiento de peso, con unos brazos como jamones, es el primero al que le ha salido el bigote tipo peluche y tiene la voz más grave que su padre que además engola al decir aquello de: “¿Y como podrá ser, si no conozco varón?”.

Unos días antes del concurso, el profesor encargado de curso solía pedir ideas; ahora supongo que se llamará un “brainstorming” o “actividad de creatividad dirigida lúdico-colectiva”; entonces era, simplemente, soltar la imaginación a ver como superábamos el belén del año anterior. Esto ya nos ponía frenéticos al tener un proyecto común, de la clase: y además, era importante que no hubiera filtraciones sobre nuestra –generalmente- genial idea, para que no nos la copiasen. Había que guardar un secreto absoluto, so pena de ser pasado por la barra y después encastrado de culo en alguna de las papeleras del colegio.

Lo más emocionante del concurso era la fase de elaboración, mucho más que el concurso en sí. Es apasionante, cuando eres un niño, vivir la aventura de fabricar un belén con tus propias manos. Un belén de verdad, grande, compartido, único, no compuesto por un conjunto de “kits” que se repiten año tras año. En el que para hacer las montañas había que salir a recoger escoria a la calle. Escoria de verdad, no en sentido figurado; es decir, los restos no combustibles del carbón de las estufas. Y en aquella época, las casas bajas que rodeaban Tajamar utilizaban, en su mayoría, carbón para calentarse y cocinar. Todavía no existía el gas natural, el butano no estaba extendido y no había calentadores ni cocinas eléctricas: la electricidad era cara. Así, la energía de los pobres era el carbón y había una carbonería en cada barrio. O había que buscar caja de madera de las fruterías para armar las casas; o arena de miga de alguna obra cercana para hacer los campos: o escayola y trapos para “construir” las montañas… Todo eso suponía una aventura para un grupo de mocosos dirigido por algún profesor entusiasta.

Durante todos aquellos años, aprendimos a hacer figuritas del belén y adornos con los materiales más variados; desde muñecos facilotes de hacer con el cartón de un rollo de papel higiénico (cuerpo), una pelota de ping-pong (cabeza) y cartulina (extremidades, pelo y sombreros) hasta figuras de barro cocido horneadas y pintadas. Hacíamos casas típicas hechas con aislante blanco de embalaje, o con madera y trapos empapados en escayola. Recuerdo a mi madre espantada en casa mientras yo atascaba el fregadero de la cocina preparando escayola para la casa que me tocaba hacer. Parte de la culpa la tuvo Enrique, alias “El Náufrago”, nuestro profesor de Trabajos manuales, Pretecnología, Expresión Artística o como se llamase la asignatura de pintar, recortar, pegar, esculpir y, en general, guarrear que teníamos en Tajamar. Enrique era un genio, un bohemio, licenciado en Bellas Artes que intentó, durante muchos años, inculcarnos un cierto sentido artístico. Pero no a base de ponernos diapositivas, no, a base de experimentación. Lo de “El Náufrago” era porque, como buen hippy de la época, lucía barba larga y melena. Después de pasar por las clases de Enrique, éramos capaces de hacer una reproducción perfecta del Belén de la época con material de derribo, como hicimos alguna vez.

Alberto y yo, más bien manazas, siempre éramos del grupo explorador: de los que salían a “encontrar” cosas para hacer el belén, ya que no podíamos comprarlo todo; el presupuesto de belenes era más bien ajustado, como todo presupuesto en Tajamar. Así, siempre que el profesor pedía voluntarios para traer cualquier material, ahí estábamos levantando la mano. Mucho mejor si encima nos encargaba comprar algo: entonces utilizábamos la técnica de Alberto con cara de niño desamparado y mirada perdida que distraía al dependiente de la tienda, mientras que yo despistaba el material necesario, con lo cual teníamos dinero para golosinas, tabaco, …

El resultado de la construcción del belén era lo de menos: lo mejor era el esfuerzo final, en equipo, antes de las vacaciones, la sensación de libertad al estar en el colegio, conviviendo con tus profesores y compañeros haciendo un trabajo en común, la confirmación de que la Navidad llegaba un año más, y saber que eso sólo podía pasar después del concurso de Belenes de Tajamar … y, que como todos los años, los del A ganábamos a los del B, que eran unos mantas y unos sosos.

Para la fiesta de belenes, Tajamar se adorna, con su modestia, pero con sus mejores galas. Se colocan luces en los árboles, hay villancicos sonando por la megafonía, en el Salón de Actos aparecen las alfombras y tapices reservados para las grandes ocasiones… Comparado con los modestos adornos de nuestros respectivos hogares (un portal de belén de figuras baratas de barro cocido, un árbol de navidad de plástico, con algo de espumillón y unas pocas luces) la ambientación navideña de Tajamar nos hacía entrar de verdad en la Navidad. La fiesta de belenes se complementaba con exposiciones de los concursos de pintura y con la entrega de premios de los concursos de cuentos y poesía. El colegio se llenaba (y se llena, cada año, más) de familias que acarreaban enanos que haciendo sus quinielas sobre el belén ganador. Cada año varía el jurado, pero la verdad es que suelen coincidir con el veredicto del público más exigente: los niños.

Algunos años, al acabar el concurso, Alberto y yo salíamos a pedir el aguinaldo en Vallecas, en zonas donde no nos conocían: ahora es muy divertido ver a los niños recorriendo las casas disfrazados, -los niños de ahora, ¡tienen disfraces permanentes, no se las arreglan en cada ocasión!-, pidiendo el aguinaldo o exigiendo caramelos el día de Todos los Santos, con la absurda importación del "truco o trato", que, al menos a mí, me provoca unas ganas afortunadamente reprimidas de arrojar escaleras abajo al grupo de moscosos extorsionadores. En aquel tiempo, nuestras madres se hubieran enfadado si hubieran sabido que salíamos a pedir dinero con una guitarra (Alberto) y una pandereta (yo) y cantando un villancico; ¡pedir por las casas, qué vergüenza, como las gitanas!. El caso es que no se nos daba mal, sobre todo por Alberto: sabía tocar con la guitarra con mucho sentimiento, ponía cara de mucha pena y enternecía a las señoras con sus pantaloncitos cortos –incluso en invierno- y sus ya rotundas piernas enrojecidas por el frío.

También por Navidad, durante las vacaciones, se celebra en Tajamar una fiesta de Nochebuena, una especie de festival familiar, donde actuaban padres disfrazados de payasos, se cantaba flamenco (Vallecas era una zona de inmigrantes andaluces, alcarreños y manchegos entonces), villancicos. Era una fiesta para las familias de los alumnos de Tajamar, a la que mi familia nunca asistía, ya que en aquellos años, nosotros celebrábamos las Navidades en el pueblo de mi madre, en Guadalajara. En aquellos festivales, Alberto y El Negro empezaron a hacer sus pinitos artísticos interviniendo en varias ocasiones con numeritos musicales y de humor.










El único festival en aquel que yo participé lo hicimos en COU; fue un festival de fin de curso. En aquel entonces, todos nuestros amigos de los colegios públicos y privados del barrio hacían este tipo de festivales, normalmente asociados con conseguir fondos para un viaje de fin de curso, la última oportunidad de ligar con la compañera de clase a la que perseguían, de correrse alguna juerga lejos del control de los padres… En nuestro caso, esto era implanteable; la única oportunidad de convivir con nuestros compañeros era, precisamente, en las convivencias que organizaba el colegio en Buendía, en una antigua casa de administración de la obra en la orilla del pantano del mismo nombre que la Confederación Hidrográfica del Tajo había cedido, en una concesión de uso, a Tajamar.

En Tajamar no se hacían festivales de fin de curso; a nosotros, conscientes de que era nuestra última oportunidad, ese año se nos ocurrió que podíamos hacerlo, sin ningún fin concreto: sólo porque no se había hecho nunca antes y porque queríamos pasarlo bien. Lo planteamos al profesor encargado de curso, éste al Jefe de Estudios y, ante nuestra sorpresa, nos dijeron que si pero… con cuidadito, porque nos conocían y sabían que la podíamos montar si nos dejaban sueltos; así que empezamos con un ritmo frenético de reuniones entre los más activos de la promoción (Alberto, el Negro, Pablo Domínguez Prieto y yo, entre otros) para “parir” el festival.

El Negro asumió rápidamente el papel del director del festival, papel que nadie le discutió por su autoridad en materia artística. Nos reunimos para organizar los números, en los que intentábamos que participase el mayor número de gente posible. Por aquel entonces no había en la televisión (entonces sólo teníamos la primera y la segunda cadenas) programas destinados a “scketchs” de otros programas de televisión, pero nosotros planteamos todo el festival alrededor de un telediario, en el que las noticias eran absurdas (lo presentábamos Ramón Espliguero y yo) y se hacían conexiones en directo con varios escenarios informativos. Para describir lo que montamos, sólo narraré que hacíamos una conexión en directo con el Tour de Francia y cruzaba el escenario Pablo Domínguez montado en bicicleta, mientras un locutor le entrevistaba corriendo.

Una vez desmontado el plató y como número de transición, Alberto y yo representamos un número más tranquilo consistente en la interpretación de un concierto de viento - por medio de globo, trompeta y sobaquillo-, de varios éxitos orquestales (tipo Ray Conniff) de hoy y de siempre. Muy serios, nos sentamos en el borde del escenario y mientras Alberto hacía el saxo tenor (desinflando un globo mientras hacía pinza a la boquilla, consiguiendo notas más o menos agudas en función de su apertura) o la trompeta (con una trompetilla de plástico), yo marcaba el ritmo haciendo pedorretas con el aire que se expele en el movimiento descendente del brazo derecho desde la altura del hombre hasta el costado, mientras que con la mano izquierda se cubre la axila. El resultado fue un número muy de aquellos años de Fernando Esteso y Pajares, donde mezclábamos ordinariez con ingenio, y el público lo celebraba con grandes risotadas y acompañando la música con palmas.

El número culminante fue un montaje del célebre video de Michael Jackson “Thriller”. La mayoría de nosotros no habíamos bailado más allá de cuatro pasos mal aprendidos en alguna discoteca de pueblo, pero El Negro consiguió que nos aprendiéramos una coreografía completa, que tuviéramos una apariencia más que inquietante como zombis a base de mercromina, maquillajes baratos y ropa vieja y que la presencia escénica fuera impactante a base de aparecer en el Salón de Actos por las puertas laterales, con las luces apagadas, mezclándonos en medio del público. Nada de aquello hubiera sido memorable a no ser por los dos protagonistas principales del video: el que hacía el papel de Michael Jackson y el de la chica. Para el primero, elegimos, sin dudarlo al que mejor lo podía hacer: José Luis García, que era un compañero de clase, moreno cetrino, bailón de discoteca, delgado, enjuto y nervioso al que por su tez le llamábamos “El Batusi”. El problema se planteaba para el papel de la chica –a estas alturas del relato, no es necesario insistir en el por qué- papel co-protagonista del video y que en la realidad lo desempeñaba una negrita monísima que nos enamoraba a todos con su cara de inocencia y de mucho terror. Después de muchas charlas, ruegos y amenazas, se le adjudicó a Alberto, que tenía que plantarse una minifalda, pintarse como una puerta y bailar meneando las caderas a ritmo de funky. Ya puestos a que a cosa no fuera una demostración de habilidades artísticas propia de una escuela de arte dramático sino una parodia cómica era la mejor solución; por parte de Alberto, ya puestos a hacer el indio, pues a ponernos todas las plumas…

El número fue un éxito absoluto; Alberto, como muchos otros gorditos, tenía el ritmo en las venas y se movía con más gracia que la negrita del vídeo; El Batusi se creyó de verdad que era Michael Jackson, tanto que a partir de ese momento, cuando te cruzabas con él por los pasillos, en vez de responder con un hola decía “¡Uahhhh!” “Com’on!” mientras se marcaba un pasito típico del cantante exnegro.

Para finalizar el festival, todos cantamos una canción que había compuesto El Negro para la ocasión, adaptando una canción ya existente, y que tenía dos tipos de letra, una crítica y otra pastelosa con el colegio. La cantamos al final del festival, en uno de esos momentos de unión espiritual y emociones embargadas, en el que nos sentíamos parte de un todo, en el que pensábamos que nunca nos separaríamos de aquellos amigos con los que cantábamos “Tajamar, Tajamar… un colegio y un hogar, tienes cosas que cambiar…” . Supongo que El Negro, que suele entrar por aquí, colgará la letra entera un día de éstos.






Cuando acabamos el Festival (del que no queda memoria gráfica, porque no nos acordamos de que, como todo lo se hace sin pensar mucho, sale bien, pero es irrepetible), nos sentimos con la sensación de que habíamos hecho algo grande, importante, por nosotros mismos, sin la ayuda ni la organización del colegio. Algo que nunca se había hecho antes y que nos pasaportaba, sin transición, a la despedida de Tajamar, ya que a los pocos días tuvimos los exámenes finales y la odiada y temida selectividad. Era la despedida del colegio, de los años de infancia, del universo conocido y amigable. A partir de ese momento, nos separaríamos de los amigos de tantos años, de los profesores, de la calidez de lo conocido y manejable, para entrar en el cruel mundo del trabajo o de la universidad. Sentíamos que nos hacíamos mayores, que en seguida alcanzaríamos la mayoría de edad, podríamos sacarnos el carné de conducir, ir a clase con chicas, salir del barrio…. Era un momento de cambio, apasionante, en el que rompíamos las cálidas ataduras del colegio, de sus clases de una planta, de sus pasillos de granito, de las ventanas de guillotina, del bocata en la calefacción para que estuviera caliente en el recreo, de los cigarrillos sueltos y las pipas del Claudio.

Era el momento de las expectativas abiertas, donde se abrían todos los caminos; con el tiempo, te das cuenta de que crecer, madurar, es precisamente esto: ir tomando decisiones, elegir sólo uno de los caminos que se presentan en cada encrucijada, abandonando los demás. Cada elección te planteará otras nuevas más adelante, que te harán más o menos libre en función de si acertaste o no en las encrucijadas anteriores. En aquellos momentos teníamos todas las opciones abiertas, teníamos que elegir carrera (o no), lo que implicaría nuevos amigos (o no), un futuro profesional distinto, etc. El Negro ya se sentía un gran director de cine, porque iba a empezar imagen y sonido, en la escuela de periodismo; Alberto, un gran informático (ya sabía manejar un Commodore 74, que era un ordenador sin pantalla que almacenaba los datos en cintas de magnetofón); Pablo ingresaría en el seminario diocesano, siguiendo su vocación sacerdotal, que le acompañaba desde que yo le conocí, con 10 u 11 años. Miguel Ángel Franco y yo compartíamos elección: Industriales; yo estaba acojonado porque me iba a enfrentar a una ingeniería, que decían que era una cosa dificilísima y que muy pocos conseguían pasar del primer curso, pero ir con M.A. Franco me daba la tranquilidad de la ayuda de su inteligencia. Comenzamos a salir del entorno del barrio, a hacer las preinscripciones, a acercarnos por las respectivas universidades. Empezamos a sentirnos un número, uno del montón, a medida que hacíamos colas y rellenábamos formularios de solicitud.

Era como salir del pueblo para emigrar a la gran ciudad.

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