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lunes, 16 de abril de 2007

Transportes: sexo, droga y ....

Ir a la universidad era caro para una familia humilde. Alberto iba a clase en autobús, al campus de la Politécnica de Vallecas, animando el viaje al resto del pasaje, a base de decir chorradas en voz alta, llamando "¡conductor de ganado!" al conductor cuando pegaba frenazos, o séa, siempre. En aquel tiempo se podía usar un billete sencillo, uno de ida y vuelta, o un abono de diez viajes, el famoso “bonobús”, una tarjeta que se introducía en una máquina canceladora que a la vez que cortaba un trocito del bono, emitía el sonido de un timbre para que el conductor-cobrador, tuviera constancia de que el pasajero había abonado su viaje. Algunos habituales del autobús falsificaban estos abonos, repegando los trozos que la canceladora había recortado.

La línea que iba a la Facultad de Informática estaba habitualmente abarrotada de gente, por lo que era raro que visitasen la línea los revisores de la EMT, a menos que quisieran ser linchados por el pasaje que se apretujaba como podía. Así que Alberto empezó a practicar una de las habilidades que le procuraron ahorros durante aquel tiempo: la muñeca prodigiosa. Alberto tenía la habilidad de introducir el bonobús en la canceladora y sacarlo tan rápidamente que la maquinita emitía su “clin” que avisaba al conductor del pago, pero no daba tiempo a que la troqueladora recortara del bonobús el recuadro correspondiente. De esta forma, Alberto sacaba a cada bonobús –previsto para 10 viajes- en algunas ocasiones más de 50.

A los 19 años, Alberto y yo nos sacamos el carné de conducir. Mientras a mí me lo pagaban mis padres, él tuvo que trabajar y ahorrar durante un año para poder sufragárselo, por lo que tenía las clases muy limitadas así que más que aprender a conducir, tuvo que aprender a aprobar el examen, cosa, por otra parte, muy común. Aprobó a la segunda, como hacemos lo buenos (la primera es para demostrar que conducimos como queremos y la segunda, que aprobamos cuando nos da la gana). El carné de conducir era un signo de madurez y de mayoría de edad, ya que el resto de las cosas a las que daba acceso cumplir los 18 –votar, abandonar el domicilio familiar- no entraban en nuestras prioridades. El carné era uno de los temas recurrentes de aquellos años, como la mili, la universidad, las novias de Rafa (el más ligón de los amigos), etc.

Alberto padre había dejado un SEAT Ronda, marrón, motor 1.600 cc. Era un buen coche, para aquellos años, sobre todo para que sirviera de coche de prácticas para Alberto y su hermano Óscar, que se sacó el carné varios años después. En aquellos años, se convirtió en el coche de todos (era el único). La mayoría de los fines de semana, Alberto ponía el coche y los demás el dinero para gasolina.

El coche se convirtió, además de en un medio de transporte, en un espacio para poder estar, para poder convivir. Allí escuchábamos música, hablábamos por la emisora de onda corta que Alberto le instaló, bebíamos litronas… Cuando no tienes casa propia, el coche se convierte en un espacio de intimidad, un sitio para estar. Por eso, la crisis de la vivienda de los años 80-90 hizo que surgieran como hongos los llamados "picaderos": lugares oscuros, pero no solitarios, donde las parejas van a hacer lo que harían tan ricamente en su casa, si la tuvieran. Yo he visto auténticos profesionales del picadero: gente que iba con la cena, una TV portátil -supongo que para entrar ya en la rutina del sábado sabadete, fútbol por la tele y...- cortinas para tapar las ventanas, etc. Nosotros no utilizábamos el coche para eso, fundamentalmente por falta de candidatas, aunque también porque eso de tener sólo un coche para todos, limitaba sus posibilidades de uso alternativo.


En la parte delantera del coche, Alberto instaló un altavoz conectado a la emisora, de tal forma que servía de megáfono por el que podíamos piropear a las chicas en los semáforos, hacer el sonido de una sirena de la policía, (con eso escapamos alguna vez de un atasco), etc. Alberto instalaba emisoras, radios, cambiaba el aceite, las bujías, las ruedas, los amortiguadores; era tal su atrevimiento con la mecánica, que una vez hasta cambiamos la correa de distribución del coche, ya que no nos podíamos permitir el coste de la reparación.

Uno de los primeros días de carné, Alberto y yo salimos de su calle; no habíamos avanzado ni cincuenta metros cuando vimos un autobús de la EMT, uno de esos pequeños amarillos que circularon unos años. Según nos aproximábamos al autobús, que estaba parado mientras subían y bajaban algunos viajeros, me di cuenta de que Alberto no estaba midiendo bien el espacio para adelantarle y le dije sereno: “Cuidado”. Pegó un frenazo y embistió al autobús por detrás. No sé como lo hizo, pero consiguió que Manolita no se diera cuenta de que el coche no estaba en su sitio las dos semanas que duró la reparación.

Una tarde de lluvia circulábamos por el Parque del Oeste, camino de la zona de copas de Argüelles, con el coche lleno de gente: Colla, su novia de entonces, Maite, y una amiga de ésta, Marisa. Alberto iba un poco más rápido de la cuenta, luciendo facultades, así que, en la entrada de una curva le dije, tranquilamente: “Cuidado” y, acto seguido, el coche derrapó y nos estrellamos contra un árbol. No nos pasó nada, afortunadamente. Tuvimos que llamar a una grúa para que se llevasen el coche al taller y, cuando llegó, Alberto estaba tan nervioso que conversaba con el de la grúa como si estuviera hablando con él por la radio: le decía, "¿me copias?" y cosas así. Montamos el coche en la grúa y como no teníamos cómo volver a casa, el de la grúa nos acercó al centro; Alberto y yo íbamos en la cabina y Colla con las dos chicas montados en el coche, saludando a la gente como el Papa en el "papamóvil". Para celebrar el golpe nos fuimos de cañas; curiosamente, mientras nos las tomábamos, Alberto echó una monedita en una tragaperras y nos tocó el premio gordo, así que para compensar, acabamos la noche poniéndonos como el tenazas de comer y de beber.


Mientras urdíamos la explicación que le iba a dar a su madre, Alberto me hizo jurarle que nunca más le dijera “Cuidado” cuando fuera a su lado en el coche. Alguna vez se me escapó y Alberto se descomponía y paraba el coche para echarme la bronca, como si el aviso fuera el origen de la consecuencia.

La verdad es que Alberto conducía bastante mal, no entraba dentro de sus habilidades y eso le llevó a destrozar un par de coches. Además, tenía un riesgo adicional en primavera, ya que Alberto tenía la teoría de que la alergia se cura si no la haces caso, por lo que ni se ponía vacunas ni se medicaba; como era más bien caluroso, por aquello del exceso de grasa y fumaba más que un chino vicioso, siempre circulaba con las ventanillas abiertas, recogiendo todo el polen que flotaba en el ambiente. Así que, varias veces, me tocó coger el volante mientras Alberto hacía retumbar y moverse al coche, dando bandazos, en medio de un ataque incontenible de estornudos, que le dejaba lloroso, exhausto, con el pañuelo llenito de mocos y a nosotros jadeando y dando gracias a Dios por no habernos matado.

La emisora era un medio barato –sólo consumía batería- para pasar las tardes de verano cuando no teníamos nada que hacer; además estaba lo de la jerga, que a Alberto tanto le gustaba: “breico-breico”, “te copio”, empezaron a formar parte de su lenguaje común. Alberto tenía un nombre tomado del Señor de los Anillos –que en aquellos años era nuestra segunda Biblia- con el que se relacionaba de manera anónima con gente variopinta. Por medio de la emisora conoció a un individuo que se hacía llamar por el sobrenombre de “Bandido”; era algo mayor que nosotros y se hizo muy colega de Alberto. Le invitaba a cervezas, le regalaba algún componente para la emisora. A mi no me daba buena espina, me recordaba a uno de los pequeños camellos que había por mi pueblo. Un día nos contó que, en efecto, vendía coca, pero sólo a algunos clientes selectos, gente de pasta, lo que le daba para vivir sin trabajar, y sin ningún peligro. Cuando nos quedamos solos le dije que ese tío no me gustaba un pelo y que no quería volver a juntarme con él, que me olía a peligro. Alberto era muy confiado con todo el mundo y me dijo que no me preocupara, que “Bandido” era un buen tío y que no fuera tan tiquismiquis. Me imagino que el farlopero, conociendo las necesidades por las que pasaba Alberto, le debió de proponer algún trapicheo para que participara en el tema, porque al poco tiempo “Bandido” desapareció para siempre y nunca más me volvió a hablar de él.

Algunos fines de semana no teníamos para gasolina y cervezas, así que en esa disyuntiva siempre optábamos por el transporte público. Durante una temporada, nos dio por organizar coros en el autobús a la vuelta del centro, completamente intoxicados por las sangrías del D. Pedro, un mesón cercano a la Plaza de La Paja, donde llevábamos a las compañeras de clase de Alberto. La técnica era muy sencilla y de resultados gratificantes para los usuarios del transporte público. El coro normalmente lo dirigían el Negro y Alberto y se trataba de dividir a los pasajeros por el acompañamiento que tenían que hacer a la melodía principal: unos tenían que hacer “Duduá-duduá” mientras otros hacían “Bom-bom-bom”, “ahahahá-ahahahá”, etc, en función de su timbres de voz y de su disposición en el autobús. Durante el viaje de vuelta organizaban el coro, que antes de que nos bajásemos ya era capaz de interpretar más que dignamente un gospel donde el Negro y Alberto hacían las voces solistas. Al bajar del autobús el éxito y la aclamación eran inenarrables y un día nos aplaudió hasta el conductor del autobús y eso que a esas horas de la noche, los sufridos empleados públicos no solían tener el ánimo para tangos.

Un día, nos invitaron a una fiesta los amigos de Maite, la novia de Colla. La cosa iba de hijos de militares, que eran los que convocaban. De todos es sabido que, al menos hace unos años, los hijos de los militares de alta graduación tenían costumbres de rico, aunque tenían los hábitos del hidalgo de Lazarillo: eso de haber tenido “servicio en casa”, de acudir a selectos clubes de militares (donde los chavales que estaban haciendo la mili servían de camareros, socorristas, jardineros…), de montar a caballo a cargo del ejército, de acudir a “bailes de debutantes” y otras prebendas hacía que tuvieran unos gustos algo caros para lo que generalmente correspondía a los ingresos de sus progenitores, que por otra parte, no habían metabolizado el hecho de haber pasado de ser “mimados del régimen” a apestados de la democracia. Un sabio amigo, en una temporada en la que yo tonteaba con la hija de un militar me puso sobre aviso: “Ni se te ocurra, chico; están acostumbradas a que las sirvan con guantes blancos y no tienen donde caerse muertas”.

El caso es que nos invitaron a una fiesta. Alberto y yo, que en aquella época nos apuntábamos a todo lo que oliera juerga, no reparamos en el “talante” de los anfitriones, acudimos a la cita vestidos como siempre: yo con vaqueros y camiseta y Alberto con una camisa hecha por su madre y unos pantalones grises de franela, tipo Don Pimpón.

En el ascensor subimos con dos tipos engominados vestidos con traje, aparentemente sacado del guardarropa civil de sus respectivos padres, a tenor de lo inapropiado de las tallas y de lo anticuado del corte. Alberto y yo nos miramos y murmuró entre dientes: “Si lo hubiera sabido, hubiera mandado a planchar el esmoquin”. Para sorpresa de los dos trajeados que nos acompañaban, nos bajamos en la misma planta que ellos y seguimos sus pasos hasta la puerta de entrada. Llamaron a la puerta y, mientras abrían, nos preguntaron “¿Seguro que sabéis a dónde vais?” a lo que Alberto les respondió: “¿En la vida en general o en este momento en particular?”. No les dio tiempo a responder, cuando abrieron la puerta y, con sorprendente agilidad, Alberto se coló dentro saludando con una sonrisa a otro vestidito de comunión que nos miraba con una cara que denotaba la falta de alguna vacuna de la infancia.

Una vez dentro, localizamos rápidamente la zona de las bebidas y a las personas que nos habían invitado, las dos acciones inmediatas cuando una asiste a una fiesta de este pelaje: hay que buscar el objetivo básico y el medio de legitimación de tu presencia.

Al final todo acabó como solían acabar todas las fiestas: Alberto, con la corbata en la cabeza de uno de los pasmaos que subieron con nosotros en el ascensor, rodeado de gente que se lo había pasado mejor con él que en toda su vida y yo, agarrado a la guitarra y cantando bonitas canciones de amor que lo único que conseguían era que las niñas se pusieran tiernas con otro que nunca era yo. Al salir nos invitaron a otra fiesta que se celebraba la semana siguiente y a la que nunca acudimos, dado el alto nivel de cursilería de la gente en general y el bajo nivel de las tías de la fiesta, en particular.

Salimos tan beodos que nos fue imposible llegar a la parada del autobús. Juntando monedas, acordamos que teníamos suficiente para tomar un taxi y que el resto del mes ya veríamos lo que haríamos para sobrevivir. Cuando el taxista nos dejó en nuestro barrio se despidió con un “vaya tajada que llevan estos dos”, muerto de risa con las tonterías que iba diciendo Alberto en el viaje.

Nos sentamos en un banco, a la puerta de su casa, a fumar el último cigarrito de la noche. Empezamos a hablar de la fiesta, de lo que había pasado y, no sé como, la conversación dio un giro y empezamos a hablar de que no nos comíamos un colín, que no había manera… etc. Alberto, de pronto, se puso serio y empezó a dar vueltas a un argumento, de manera un poco inconexa: empezó hablando de los amigos (yo me dije: llega la fase de la borrachera de exaltación de la amistad), de los sentimientos… y acabó preguntándome si a mi no me pasaba como a él, que a veces se sentía raro, se sentía mal, porque pensaba que podía ser homosexual, por lo que quería a sus amigos.

En ese momento se me pasaron los efectos del alcohol de inmediato. Intuí que la pregunta no era algo derivado de la bebida sino que era algo que llevaba dándole vueltas mucho tiempo. Le dije que no era raro en absoluto, por querer a sus amigos, que a mi me pasaba lo mismo, que yo también le quería a él, al Negro, a Nino, a Miguel Ángel… en fin, a todos, pero que no pensaba que por eso fuera homosexual. Él empezó a llorar, amargamente y, entre lágrimas me dijo que sí, que bueno, pero que yo, al fin y al cabo, siempre tenía alguna novia, tenía algún éxito entre las mujeres, pero que él nunca había tenido novia, que no sí si el sentimiento que tenía por mí y por otros amigos era amor, o qué era, porque no había podido sentir eso por ninguna mujer.

Yo le pregunté: “Tú me has visto desnudo cientos de veces, ¿no?” “Sssi, claro”, me respondió. “¿Y?” “¿Y, qué?” “Que si has sentido algo, coño”. Se me quedó mirando fijamente un rato y empezó a sonreír… hasta que dijo: “¿Algo? Si…..Puajjjj” y puso la misma cara que cuando nos obligaban a comer la sopa que nos ponían en el campamento en Meco, la famosa sopa de pistones y restos del día anterior.


“¿Lo ves?” le dije. "No eres homosexual".

Nos dimos un abrazo, se secó las lágrimas y, tambaleándose, se dirigió hacia su casa, se lo pensó mejor, echó una meada en un árbol y, sin mediar palabra, se metió en su portal y dio por terminada la noche y la conversación.


Pasado el tiempo, y refiriéndose al tema de la homosexualidad, Alberto sólo decía una cosa: "No lo entiendo y como no lo entiendo, no opino". Para él era incomprensible que un hombre sintiera atracción sexual por otro y eso le hacía mirar el tema con distancia y con respeto. Como además, teníamos ejemplos muy cercanos y muy queridos, no bromeaba con el asunto ni lo incluía en sus habituales ironías. No hacía de mariquita para contar chistes, vamos. Era una de esas cosas que, yendo contra su conciencia y su forma de pensar, se sentía incapaz de juzgar o de criticar.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy buenas Cacha,

Me lo he leído del tirón, y ya me conoces...se me ha puesto la sonrisa en la cara y la lágrima en el ojo.
Muchas gracias por tu esfuerzo en mantener vivos los recuerdos que són, sin duda, parte de nuestro presente. De todo corazón te agradezco.Un besazo.

Tu siempre incondicional
Suso

José Antonio de Cachavera dijo...

Gracias a tí Suso, por entrar y por leerlo.

Ya sabes lo que te quería Alberto, se que el cariño era mutuo y se que, por eso, lees esto con cariño y con indulgencia.

Abrazos

Anónimo dijo...
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