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lunes, 16 de abril de 2007

Transportes: sexo, droga y ....

Ir a la universidad era caro para una familia humilde. Alberto iba a clase en autobús, al campus de la Politécnica de Vallecas, animando el viaje al resto del pasaje, a base de decir chorradas en voz alta, llamando "¡conductor de ganado!" al conductor cuando pegaba frenazos, o séa, siempre. En aquel tiempo se podía usar un billete sencillo, uno de ida y vuelta, o un abono de diez viajes, el famoso “bonobús”, una tarjeta que se introducía en una máquina canceladora que a la vez que cortaba un trocito del bono, emitía el sonido de un timbre para que el conductor-cobrador, tuviera constancia de que el pasajero había abonado su viaje. Algunos habituales del autobús falsificaban estos abonos, repegando los trozos que la canceladora había recortado.

La línea que iba a la Facultad de Informática estaba habitualmente abarrotada de gente, por lo que era raro que visitasen la línea los revisores de la EMT, a menos que quisieran ser linchados por el pasaje que se apretujaba como podía. Así que Alberto empezó a practicar una de las habilidades que le procuraron ahorros durante aquel tiempo: la muñeca prodigiosa. Alberto tenía la habilidad de introducir el bonobús en la canceladora y sacarlo tan rápidamente que la maquinita emitía su “clin” que avisaba al conductor del pago, pero no daba tiempo a que la troqueladora recortara del bonobús el recuadro correspondiente. De esta forma, Alberto sacaba a cada bonobús –previsto para 10 viajes- en algunas ocasiones más de 50.

A los 19 años, Alberto y yo nos sacamos el carné de conducir. Mientras a mí me lo pagaban mis padres, él tuvo que trabajar y ahorrar durante un año para poder sufragárselo, por lo que tenía las clases muy limitadas así que más que aprender a conducir, tuvo que aprender a aprobar el examen, cosa, por otra parte, muy común. Aprobó a la segunda, como hacemos lo buenos (la primera es para demostrar que conducimos como queremos y la segunda, que aprobamos cuando nos da la gana). El carné de conducir era un signo de madurez y de mayoría de edad, ya que el resto de las cosas a las que daba acceso cumplir los 18 –votar, abandonar el domicilio familiar- no entraban en nuestras prioridades. El carné era uno de los temas recurrentes de aquellos años, como la mili, la universidad, las novias de Rafa (el más ligón de los amigos), etc.

Alberto padre había dejado un SEAT Ronda, marrón, motor 1.600 cc. Era un buen coche, para aquellos años, sobre todo para que sirviera de coche de prácticas para Alberto y su hermano Óscar, que se sacó el carné varios años después. En aquellos años, se convirtió en el coche de todos (era el único). La mayoría de los fines de semana, Alberto ponía el coche y los demás el dinero para gasolina.

El coche se convirtió, además de en un medio de transporte, en un espacio para poder estar, para poder convivir. Allí escuchábamos música, hablábamos por la emisora de onda corta que Alberto le instaló, bebíamos litronas… Cuando no tienes casa propia, el coche se convierte en un espacio de intimidad, un sitio para estar. Por eso, la crisis de la vivienda de los años 80-90 hizo que surgieran como hongos los llamados "picaderos": lugares oscuros, pero no solitarios, donde las parejas van a hacer lo que harían tan ricamente en su casa, si la tuvieran. Yo he visto auténticos profesionales del picadero: gente que iba con la cena, una TV portátil -supongo que para entrar ya en la rutina del sábado sabadete, fútbol por la tele y...- cortinas para tapar las ventanas, etc. Nosotros no utilizábamos el coche para eso, fundamentalmente por falta de candidatas, aunque también porque eso de tener sólo un coche para todos, limitaba sus posibilidades de uso alternativo.


En la parte delantera del coche, Alberto instaló un altavoz conectado a la emisora, de tal forma que servía de megáfono por el que podíamos piropear a las chicas en los semáforos, hacer el sonido de una sirena de la policía, (con eso escapamos alguna vez de un atasco), etc. Alberto instalaba emisoras, radios, cambiaba el aceite, las bujías, las ruedas, los amortiguadores; era tal su atrevimiento con la mecánica, que una vez hasta cambiamos la correa de distribución del coche, ya que no nos podíamos permitir el coste de la reparación.

Uno de los primeros días de carné, Alberto y yo salimos de su calle; no habíamos avanzado ni cincuenta metros cuando vimos un autobús de la EMT, uno de esos pequeños amarillos que circularon unos años. Según nos aproximábamos al autobús, que estaba parado mientras subían y bajaban algunos viajeros, me di cuenta de que Alberto no estaba midiendo bien el espacio para adelantarle y le dije sereno: “Cuidado”. Pegó un frenazo y embistió al autobús por detrás. No sé como lo hizo, pero consiguió que Manolita no se diera cuenta de que el coche no estaba en su sitio las dos semanas que duró la reparación.

Una tarde de lluvia circulábamos por el Parque del Oeste, camino de la zona de copas de Argüelles, con el coche lleno de gente: Colla, su novia de entonces, Maite, y una amiga de ésta, Marisa. Alberto iba un poco más rápido de la cuenta, luciendo facultades, así que, en la entrada de una curva le dije, tranquilamente: “Cuidado” y, acto seguido, el coche derrapó y nos estrellamos contra un árbol. No nos pasó nada, afortunadamente. Tuvimos que llamar a una grúa para que se llevasen el coche al taller y, cuando llegó, Alberto estaba tan nervioso que conversaba con el de la grúa como si estuviera hablando con él por la radio: le decía, "¿me copias?" y cosas así. Montamos el coche en la grúa y como no teníamos cómo volver a casa, el de la grúa nos acercó al centro; Alberto y yo íbamos en la cabina y Colla con las dos chicas montados en el coche, saludando a la gente como el Papa en el "papamóvil". Para celebrar el golpe nos fuimos de cañas; curiosamente, mientras nos las tomábamos, Alberto echó una monedita en una tragaperras y nos tocó el premio gordo, así que para compensar, acabamos la noche poniéndonos como el tenazas de comer y de beber.


Mientras urdíamos la explicación que le iba a dar a su madre, Alberto me hizo jurarle que nunca más le dijera “Cuidado” cuando fuera a su lado en el coche. Alguna vez se me escapó y Alberto se descomponía y paraba el coche para echarme la bronca, como si el aviso fuera el origen de la consecuencia.

La verdad es que Alberto conducía bastante mal, no entraba dentro de sus habilidades y eso le llevó a destrozar un par de coches. Además, tenía un riesgo adicional en primavera, ya que Alberto tenía la teoría de que la alergia se cura si no la haces caso, por lo que ni se ponía vacunas ni se medicaba; como era más bien caluroso, por aquello del exceso de grasa y fumaba más que un chino vicioso, siempre circulaba con las ventanillas abiertas, recogiendo todo el polen que flotaba en el ambiente. Así que, varias veces, me tocó coger el volante mientras Alberto hacía retumbar y moverse al coche, dando bandazos, en medio de un ataque incontenible de estornudos, que le dejaba lloroso, exhausto, con el pañuelo llenito de mocos y a nosotros jadeando y dando gracias a Dios por no habernos matado.

La emisora era un medio barato –sólo consumía batería- para pasar las tardes de verano cuando no teníamos nada que hacer; además estaba lo de la jerga, que a Alberto tanto le gustaba: “breico-breico”, “te copio”, empezaron a formar parte de su lenguaje común. Alberto tenía un nombre tomado del Señor de los Anillos –que en aquellos años era nuestra segunda Biblia- con el que se relacionaba de manera anónima con gente variopinta. Por medio de la emisora conoció a un individuo que se hacía llamar por el sobrenombre de “Bandido”; era algo mayor que nosotros y se hizo muy colega de Alberto. Le invitaba a cervezas, le regalaba algún componente para la emisora. A mi no me daba buena espina, me recordaba a uno de los pequeños camellos que había por mi pueblo. Un día nos contó que, en efecto, vendía coca, pero sólo a algunos clientes selectos, gente de pasta, lo que le daba para vivir sin trabajar, y sin ningún peligro. Cuando nos quedamos solos le dije que ese tío no me gustaba un pelo y que no quería volver a juntarme con él, que me olía a peligro. Alberto era muy confiado con todo el mundo y me dijo que no me preocupara, que “Bandido” era un buen tío y que no fuera tan tiquismiquis. Me imagino que el farlopero, conociendo las necesidades por las que pasaba Alberto, le debió de proponer algún trapicheo para que participara en el tema, porque al poco tiempo “Bandido” desapareció para siempre y nunca más me volvió a hablar de él.

Algunos fines de semana no teníamos para gasolina y cervezas, así que en esa disyuntiva siempre optábamos por el transporte público. Durante una temporada, nos dio por organizar coros en el autobús a la vuelta del centro, completamente intoxicados por las sangrías del D. Pedro, un mesón cercano a la Plaza de La Paja, donde llevábamos a las compañeras de clase de Alberto. La técnica era muy sencilla y de resultados gratificantes para los usuarios del transporte público. El coro normalmente lo dirigían el Negro y Alberto y se trataba de dividir a los pasajeros por el acompañamiento que tenían que hacer a la melodía principal: unos tenían que hacer “Duduá-duduá” mientras otros hacían “Bom-bom-bom”, “ahahahá-ahahahá”, etc, en función de su timbres de voz y de su disposición en el autobús. Durante el viaje de vuelta organizaban el coro, que antes de que nos bajásemos ya era capaz de interpretar más que dignamente un gospel donde el Negro y Alberto hacían las voces solistas. Al bajar del autobús el éxito y la aclamación eran inenarrables y un día nos aplaudió hasta el conductor del autobús y eso que a esas horas de la noche, los sufridos empleados públicos no solían tener el ánimo para tangos.

Un día, nos invitaron a una fiesta los amigos de Maite, la novia de Colla. La cosa iba de hijos de militares, que eran los que convocaban. De todos es sabido que, al menos hace unos años, los hijos de los militares de alta graduación tenían costumbres de rico, aunque tenían los hábitos del hidalgo de Lazarillo: eso de haber tenido “servicio en casa”, de acudir a selectos clubes de militares (donde los chavales que estaban haciendo la mili servían de camareros, socorristas, jardineros…), de montar a caballo a cargo del ejército, de acudir a “bailes de debutantes” y otras prebendas hacía que tuvieran unos gustos algo caros para lo que generalmente correspondía a los ingresos de sus progenitores, que por otra parte, no habían metabolizado el hecho de haber pasado de ser “mimados del régimen” a apestados de la democracia. Un sabio amigo, en una temporada en la que yo tonteaba con la hija de un militar me puso sobre aviso: “Ni se te ocurra, chico; están acostumbradas a que las sirvan con guantes blancos y no tienen donde caerse muertas”.

El caso es que nos invitaron a una fiesta. Alberto y yo, que en aquella época nos apuntábamos a todo lo que oliera juerga, no reparamos en el “talante” de los anfitriones, acudimos a la cita vestidos como siempre: yo con vaqueros y camiseta y Alberto con una camisa hecha por su madre y unos pantalones grises de franela, tipo Don Pimpón.

En el ascensor subimos con dos tipos engominados vestidos con traje, aparentemente sacado del guardarropa civil de sus respectivos padres, a tenor de lo inapropiado de las tallas y de lo anticuado del corte. Alberto y yo nos miramos y murmuró entre dientes: “Si lo hubiera sabido, hubiera mandado a planchar el esmoquin”. Para sorpresa de los dos trajeados que nos acompañaban, nos bajamos en la misma planta que ellos y seguimos sus pasos hasta la puerta de entrada. Llamaron a la puerta y, mientras abrían, nos preguntaron “¿Seguro que sabéis a dónde vais?” a lo que Alberto les respondió: “¿En la vida en general o en este momento en particular?”. No les dio tiempo a responder, cuando abrieron la puerta y, con sorprendente agilidad, Alberto se coló dentro saludando con una sonrisa a otro vestidito de comunión que nos miraba con una cara que denotaba la falta de alguna vacuna de la infancia.

Una vez dentro, localizamos rápidamente la zona de las bebidas y a las personas que nos habían invitado, las dos acciones inmediatas cuando una asiste a una fiesta de este pelaje: hay que buscar el objetivo básico y el medio de legitimación de tu presencia.

Al final todo acabó como solían acabar todas las fiestas: Alberto, con la corbata en la cabeza de uno de los pasmaos que subieron con nosotros en el ascensor, rodeado de gente que se lo había pasado mejor con él que en toda su vida y yo, agarrado a la guitarra y cantando bonitas canciones de amor que lo único que conseguían era que las niñas se pusieran tiernas con otro que nunca era yo. Al salir nos invitaron a otra fiesta que se celebraba la semana siguiente y a la que nunca acudimos, dado el alto nivel de cursilería de la gente en general y el bajo nivel de las tías de la fiesta, en particular.

Salimos tan beodos que nos fue imposible llegar a la parada del autobús. Juntando monedas, acordamos que teníamos suficiente para tomar un taxi y que el resto del mes ya veríamos lo que haríamos para sobrevivir. Cuando el taxista nos dejó en nuestro barrio se despidió con un “vaya tajada que llevan estos dos”, muerto de risa con las tonterías que iba diciendo Alberto en el viaje.

Nos sentamos en un banco, a la puerta de su casa, a fumar el último cigarrito de la noche. Empezamos a hablar de la fiesta, de lo que había pasado y, no sé como, la conversación dio un giro y empezamos a hablar de que no nos comíamos un colín, que no había manera… etc. Alberto, de pronto, se puso serio y empezó a dar vueltas a un argumento, de manera un poco inconexa: empezó hablando de los amigos (yo me dije: llega la fase de la borrachera de exaltación de la amistad), de los sentimientos… y acabó preguntándome si a mi no me pasaba como a él, que a veces se sentía raro, se sentía mal, porque pensaba que podía ser homosexual, por lo que quería a sus amigos.

En ese momento se me pasaron los efectos del alcohol de inmediato. Intuí que la pregunta no era algo derivado de la bebida sino que era algo que llevaba dándole vueltas mucho tiempo. Le dije que no era raro en absoluto, por querer a sus amigos, que a mi me pasaba lo mismo, que yo también le quería a él, al Negro, a Nino, a Miguel Ángel… en fin, a todos, pero que no pensaba que por eso fuera homosexual. Él empezó a llorar, amargamente y, entre lágrimas me dijo que sí, que bueno, pero que yo, al fin y al cabo, siempre tenía alguna novia, tenía algún éxito entre las mujeres, pero que él nunca había tenido novia, que no sí si el sentimiento que tenía por mí y por otros amigos era amor, o qué era, porque no había podido sentir eso por ninguna mujer.

Yo le pregunté: “Tú me has visto desnudo cientos de veces, ¿no?” “Sssi, claro”, me respondió. “¿Y?” “¿Y, qué?” “Que si has sentido algo, coño”. Se me quedó mirando fijamente un rato y empezó a sonreír… hasta que dijo: “¿Algo? Si…..Puajjjj” y puso la misma cara que cuando nos obligaban a comer la sopa que nos ponían en el campamento en Meco, la famosa sopa de pistones y restos del día anterior.


“¿Lo ves?” le dije. "No eres homosexual".

Nos dimos un abrazo, se secó las lágrimas y, tambaleándose, se dirigió hacia su casa, se lo pensó mejor, echó una meada en un árbol y, sin mediar palabra, se metió en su portal y dio por terminada la noche y la conversación.


Pasado el tiempo, y refiriéndose al tema de la homosexualidad, Alberto sólo decía una cosa: "No lo entiendo y como no lo entiendo, no opino". Para él era incomprensible que un hombre sintiera atracción sexual por otro y eso le hacía mirar el tema con distancia y con respeto. Como además, teníamos ejemplos muy cercanos y muy queridos, no bromeaba con el asunto ni lo incluía en sus habituales ironías. No hacía de mariquita para contar chistes, vamos. Era una de esas cosas que, yendo contra su conciencia y su forma de pensar, se sentía incapaz de juzgar o de criticar.

domingo, 1 de abril de 2007

La universidad y la muerte

Con la Universidad llegamos a esa época de la vida donde aparecen las certidumbres: uno empieza a estar seguro de bastantes cosas. ¡Y son tan equivocadas, la mayoría de las veces! Normalmente, uno se ha aprendido frases, que bien utilizadas, dan un aire de madurez y de personalidad a quien las usa. Son algo más elaboradas que las de la adolescencia (entonces repetíamos aquellas que repetía mucha gente, como “amo el rock’n roll”, o “mi forma de vestir es lo que expresa mi personalidad”, etc) y suelen ir marcando el carácter, de tal forma que, como si dijéramos, nuestra forma de ser se va elaborando a base de amarrarnos a las frases que hemos ido repitiendo y que van trazando nuestra vida. Así, si uno repite muchas veces “joer, tío, me follaría a toas”, uno acaba tirándose a todas las que se dejan, pagando o no, eso ya depende de las condiciones de cada uno, o si dice muchas veces “lo más importante es mi carrera”, se convertirá en un lobo solitario y, probablemente fracasado, o si se empeña en decir, “lo más importante es la amistad”, probablemente encuentre amor y dolor, a partes iguales, pues no hay nada que toque más veces en la vida nuestros corazones –hasta la llegada de los hijos- que nuestros amigos, ya que es la relación más perfecta, pues uno no espera nada y lo da todo. Y así, recibe todo.

También está el caso de los que empiezan todas las frases con “Pues a mí…”, “Yo…”, “Para mí,…”, centrando cualquier intento de conversación en ellos mismos, ya gire sobre libros, fútbol, la necesidad del incremento de competitividad en la economía española o el coste de las hipotecas. Da igual. Siempre empiezan y acaban la conversación en ellos mismos. Yoísmo, se llama, creo. Y acaba centrado en el yo. Tan centrado, tan centrado, que suele acabar en soledad.

Alberto solía decir que sólo había dos cosas importantes en la vida: la familia y la familia. Y, que si le apuraban mucho, también podría incluir a la familia. Quizás por eso, cualquier persona a la que conocía y le caía bien, era inmediatamente tratada como si fuera de su familia. Es cierto que hay personas que no se llevan bien con su propia familia; esas mismas solían coincidir en llevarse mal con Alberto, por una extraña asociación de la que me di cuenta bastante tiempo después.

En aquellos años formamos un grupo de amigos que, con algunas altas y bajas, ha permanecido unido hasta ahora. Ya he mencionado a El Negro y a Pablo Domínguez; éste, una de las personas más brillantes de la promoción -y de las que he conocido en mi vida- siempre tuvo claro que quería ser sacerdote (para disgusto de las chicas que conocía, porque además, es guapo). Alberto y El Negro tenían con él una especie de "comunión de las inteligencias", ese tipo de relación que se da entre personas que se reconocen inteligentes entre si y que, por eso, se entienden, lo pasan bien y se respetan. Además, Alberto estaba platónicamente enamorado de su hermana y hacía todo lo que podía por frecuentar la casa de los padres de Pablo.


Miguel Ángel Franco, era desde que fué compañero de pupitre de Alberto en BUP otro de los habituales. Miguel Ángel -al que Alberto llamaba Paco, por apellidarse Franco, como "Paco el medallas", o séa, el Generalísimo o el infame dictador, según la fuente- era la persona más buena que yo había conocido en mi vida. Pasase lo que pasase, M.A. Franco siempre buscaba hacer el bien, hacer lo correcto. Era generoso con lo suyo hasta decir basta (aún recuerdo los fastuosos bocatas que le preparaba su madre para los recreos, en especial uno de lacón con tomate y mayonesa, que era la bomba, ya que nosotros no pasábamos del simple bocadillo de embutido, con pan del día anterior. Tanto éxito tenían, y tanta era la generosidad de M.A., que tuvo que decirle a su madre que preparase dos, uno para él y otro para los demás, porque si no el pobre se quedaba sin merienda), correctísimo y educado en el trato, aplicado en los estudios, más inteligente que todos nosotros juntos... y encima se unía a las bromas y chanzas de Alberto con entusiasmo y, todo hay que decirlo, un punto de sosería, porque sólo hubiera faltado que después de tener todas las virtudes anteriores, y algunas más (tocaba música clásica con la guitarra de oído, era un montañero sufrido y aguerrido, todas las madres lo soñaban como futuro yerno...), encima fuera gracioso; aunque el tiempo le ha quitado parte de ese aura de bondad que le rodeaba, probablemente, para defenderse de la vida, es uno de esos amigos que te llevará tabaco a la cárcel y que sabes que tu cartera está más segura en su bolsillo que en el tuyo propio. Y, a pesar de todo lo vivido, que es mucho, parece que Kant pensó en él cuando formuló el Imperativo Categórico. Y, para reírse con él, sólo hace falta presta atención a su ironía, por cierto, blanca.


Otro de los nuestros era Colla. Si M.A: Franco "entró" por Alberto, Colla se hizo habitual entre nosotros por mí. Colla, que tiene nombre de culebrón -Luis Alberto, por eso, aunque su mujer se resista, seguimos llamándole Colla- fué mi compañero de pupitre varios años. Desde el primer curso en común, en primero de BUP, Colla y yo nos hicimos íntimos, sobre todo después de que él superase la prueba de aguantar mis puteos continuados del primer año. Digamos que yo estaba acostumbrado al grupo de macarras que provenían de las zonas más marginales de Vallecas y que eran admitidos en Tajamar con la esperanza de darles un futuro mejor; algunos de ellos rozaban la delincuencia organizada -todavía recuerdo las tardes de ir a mangar a "Simango", por que sí, porque estaba prohibido, que se pusieron de moda en nuestra clase, y de las que Alberto siempre salía triunfador- y muchos se fueron al acabar EGB y empezar el BUP. La mayoría de ellos no olvidaron lo que les enseñaron en aquellos años y sobrevivieron a las drogas y a la delincuencia que les rodeaba y hoy son ciudadanos (más o menos) ejemplares. Bueno pues Colla era todo lo contrario a estos delincuentes; hijo de guardia civil, guapo, con cara de bueno, llegaba todas las mañanas impecablemente vestido, peinado con colonia y la raya a un lado, como hecha con tiralíneas.


Colla mide más de 1,90 y yo menos de 1,70, así que formábamos una extraña pareja a los ojos de la gente, algo así como el punto y la i. (aunque ahora que lo pienso, sus novias han sido siempre muy bajitas, Alberto y yo más bien recortaditos de hechuras...). Estábamos tan unidos que hasta íbamos juntos al baño, como las chicas, ¡pero sin mariconadas, eh!. Colla era un compañero para todo, siempre estaba dispuesto a lo que fuera, siempre apoyaba lo que yo dijera o propusiera. Cuando nos separamos, al empezar la universidad, se hizo el "alter ego" de Alberto, ya que los dos empezaron juntos en la Escuela de Informática y luego trabajaron en la misma empresa. A pesar de una cierta indolencia que le lastraba el carácter y de su pinta de blandito, siempre fué consiguiendo lo que quería poco a poco, sin hacer ruido, sin aspavientos. Nadie, aparte de mí, ha estado más cerca de Alberto que él y espero que se anime a escribir muchas de las anécdotas que vivió con Alberto, que son muchas y jugosas, en esta mismo blog. Colla siempre está ahi, siempre puedes contar con él, es cómodo y confortable como un sillón viejo. Qué más se puede decir de un amigo.

En esa época de la Universidad, Alberto dejó de ser de la Obra. Empezó a tontear con compañeras de clase, del barrio, a descuidar su plan de vida y le preguntaron que quería hacer realmente con su vocación. No lo tenía muy claro así que pensó que lo mejor era dejarlo, ya que si a él le costaba considerarse miembro de cualquier tipo de grupo, asociación o peña, al ser tan diferente a todo el mundo, más debía de costarle, cuando no tenía las cosas claras, ser miembro del Opus Dei, con las exigencias que plantea para la propia vida ser de la Obra. El corazón está hecho para querer y Alberto, en ese tiempo de cambio y novedades pensó que casi mejor que dedicaba el corazón a enamorarse de alguna de las alegres muchachas que empezaba a conocer en la Facultad que a enamorarse del Amor.

Su hermano Óscar también era miembro del Opus Dei y no lo abandonó hasta bastantes años después y en otras condiciones. Supongo que la comparación con su hermano –que seguía “arropado” en su centro y seguía sintiendo su vocación- le provocaba sensación de fracaso. Pero lo que más le dolió, por la injusticia que representaba, fue la intervención de un cura de la Obra, bastante poco representativo de lo que yo he visto, –que Dios le perdone el daño que ha hecho a mucha gente- que le dijo que abandonar el Opus Dei era un pecado mortal, por el que se tenía que confesar. Alberto tuvo un tremendo cariño por el Opus Dei toda su vida y sintió en más de una ocasión nostalgia por aquel tiempo. Pero nunca fue muy dado a mirar atrás.


Y pasó lo que tenía que pasar; Alberto era el más popular del bar de la Facultad, le hacían la ola cuando entraba, incluido los camareros, que le fiaban los botellines (lo que no hacían con nadie), estaba rodeado de chicas pero… no se comía un colín. Para aquel entonces Alberto debía de andar ya por los 100 Kg.; empezó a dejarse una barba, que aún siendo poco poblada se compensaba con su longitud, lo que le daba un aspecto de sindicalista de extrema izquierda; su despreocupación por la ropa y atuendos seguía siendo una constante en su vida. Total, que no lo tenía nada fácil para resultar atractivo a las chicas que conocía. La verdad es que en esa edad de segura inseguridad, no debía ser nada fácil para una chica del común sentirse atraída por alguien como Alberto; no era muy presentable a grupos de amigas más pendientes de qué dirán las demás, del tamaño de la moto o de si el jersey de mi novio hace juego con mi bolso que de si me quiere, sabe querer, me hace reír o será un buen compañero de travesía.

Y así Alberto pasó de enamoramiento en enamoramiento, otorgando las mayores atenciones que muchas chicas recibieron jamás en sus vidas, canciones y poemas incluidos, viendo como esas mismas pasaban a engrosar la lista de rolletes de alguno de los que pasaban por allí, aprovechando que Alberto las maceraba el corazón, y luego venía en guapo de la película (que siempre es otro), y se las llevaba colgando del brazo. Alberto las hacía canciones, las hacía reír, las hacía sentirse comprendidas, queridas, admiradas… pero ellas no querían hacerle sentir nada a Alberto.

Por un lado fue el ejemplo vivo de que la educación diferenciada no influye en absoluto en la capacidad de relación con el otro sexo. Por otro, le tocó sufrir, en poco tiempo, lo que una adolescente sufre en varios años de fracasos con las mujeres, con la intensidad propia del corazón de Alberto.

En ese tiempo que empezaba a ser feliz, de grandes novedades – gente nueva, sitios nuevos, ¡chicas!, ambiente universitario- , proyectos de futuro, de ilusiones…. Alberto y su familia vivieron una tragedia: la muerte de Alberto padre. No recuerdo bien las causas de la muerte, algo que empezó como un tema menor pero que se fue complicando paulatinamente, hasta el desenlace fatal. No hablamos mucho de la enfermedad de su padre, mientras duró, Alberto nunca fue de preocupar a los demás. Sólo se que una tarde llamó a mi casa y me dijo que su padre acababa de morir y que estaba en los velatorios del Gregorio Marañón.

Allí me encontré con Alberto y con su familia, su madre y su hermano; a su hermana pequeña, la habían dejado en casa, para que no pasara el trago. El Negro apareció al poco tiempo, con el recuerdo revivido de la muerte de su padre, que había ocurrido unos años antes. Después llegaron Miguel Ángel Franco, Colla, etc. Salvo El Negro, los demás no sabíamos muy bien que hacer. Hasta ese momento, nuestra experiencia con la muerte había sido tangencial, siempre de lejos, siempre acompañados de nuestros padres, ya que las muertes que habíamos vivido habían sido de abuelos, de tíos mayores, en las que no habíamos sido afectados directamente. Gente que se muere por que le tocaba morirse. Eso creíamos.

Pero a Alberto padre no le tocaba morirse; tenía tres hijos estudiando, con mucho sacrificio económico, que ahora iban a ver su futuro tambalearse. Nosotros éramos conscientes de todo eso, pero no queríamos afrontarlo, no aquella noche, descarnada, cruel, en la que por primera vez, nos topamos con la muerte. A pesar de nuestra universidad recién estrenada, de la barba incipiente, de las novias, no dejábamos de ser unos niños grandes, con la voz cambiada pero con el corazón en mantillas. Esa noche, sin acordarlo, decidimos reírnos de la muerte y no aceptar que nos había tocado.

Así que, a medida que nos fuimos quedando solos, después de que Óscar se llevó a su madre a descansar antes del entierro del día siguiente, empezamos a bromear entre nosotros y a reírnos –sin que se enterasen, por supuesto, por nuestra integridad física-de un clan de gitanos que estaban en el velatorio de al lado. Para quien nunca lo haya vivido, contaré que como siempre que se juntan los gitanos para una desgracia, las mujeres lloran como auténticas plañideras, los hombres se abrazan, cantan y tocan, y se ponen ciegos de beber. Aparecen los primos y los primos de los primos con botellas de licor y al final acaban mamados como ositos y cantando y dando palmas, eso sí, con mucho sentimiento y mucho quejío. Al final de la noche se habían juntado más de cien calós y ocupaban su propia sala y las contiguas que quedaban vacías y, el que más y el que menos aprovechaba para despistar a la fregoneta las sillas de los velatorios, las coronas de otros muertos y hasta los extintores.

Lo trágico de la situación y lo surrealista de la escena contigua nos hizo soltar la tensión acumulada y empezar a decir tonterías, con el Negro y Alberto a la cabeza. Y ya he contado que Alberto era capaz de hacer reír a un notario el día de la muerte de su hijo, así que acabamos revolcándonos por el suelo, con agujetas en los costados y lágrimas en los ojos, no precisamente de pena. Nos despedimos, ya de madrugada, con el cuerpo igual que el que se ha corrido una noche de juerga.

Al día siguiente, en el entierro, estábamos todos avergonzados. Ninguna mención a lo sucedido. Miradas bajas, gafas de sol, solapas levantadas. A uno que se le ocurrió, en algún momento, iniciar una gracia imitando a uno de los gitanos de la noche anterior fue rápidamente fulminado por las miradas de los demás.

Alberto pasó el entierro bien, tranquilo, sereno. Ya, desde ese mismo día, demostró quién iba a ser el soporte de la familia, la columna a la que se agarraron los demás. Nosotros nos decíamos “todavía no se ha enterado de lo que le viene encima”, pensando en que, en algún momento, se derrumbaría y le veríamos llorar, hundirse. No fue así; ni en ese momento ni en ningún otro. Alberto decidió que él protegería a su familia de lo que le venía encima y que haría lo que fuera para que su madre y sus hermanos no sufrieran nada más que lo justo por la muerte de su padre. Así, empezó a buscar trabajo y a compatibilizarlo con sus estudios, que no abandonó. Trabajo haciendo las cosas más inverosímiles, hasta que lo que había aprendido en la Escuela de Informática le sirvió para poder trabajar de programador. Como el hambre aguza el ingenio, y Alberto, además lo tenía, pronto se aburrió de las asignaturas teóricas – cálculo, álgebra – y se centró en las más prácticas –cobol, pascal- que podían serle de utilidad para trabajar.

Consiguió que sus hermanos pudieran dedicarse sólo a estudiar y entre él y la buena administración de Manolita, su madre (la reina de los remiendos, de dar la vuelta a los cuellos de las camisas y de hacer platos con las sobras del día anterior), pasaron los años más difíciles, en los que la pensión de viudedad no llegaba para nada y los trabajos de Alberto eran ocasionales, mal pagados y le quitaban el sueño y el tiempo para estudiar. Con dieciocho años se convirtió en el cabeza de familia, en el sostén moral y económico de los demás y eso se tradujo en una madurez aplastente, práctica, sin poses ni imposturas.

En aquel tiempo aprendimos algunas cosas que nos unieron para toda la vida. El dinero era de todos y así, cuando llegaba el fin de semana, juntábamos lo que teníamos (Alberto nada) entre Miguel Ángel Franco, Miguel Ángel Arjona, El Negro, Colla y yo y repartíamos para las necesidades: para tabaco, para las cañas, para el autobús. Cuando llegaba el cumpleaños de alguno de nosotros, los regalos se dejaban juntos y se abrían sin decir de quien procedían, para que, si alguno no podía regalar nada, no lo pasase mal. Esa costumbre la seguimos haciendo hasta que empezamos a tener todos novia y, alguna de ellas no entendía que lo importante no era que el del cumpleaños supiera quién le había regalado qué, sino que le gustasen sus regalos y que no midiéramos la amistad por el precio del obsequio.

Empezamos a regalarnos canciones de cumpleaños, que no costaban nada -sólo tiempo y cariño, y entonces teníamos de sobra -y que eran una oportunidad para demostrarnos todo lo que nos queríamos. Así, cada uno de nosotros tenía varias canciones que le habían hecho los demás y que, al menos en mi caso, siempre superaban al original. Las mejores canciones eran las que El Negro y M.A. Arjona, siempre tuvieron algo que los demás no llegamos a tener. Yo le hice una canción a Alberto, torpe, bien intencionada, pero sin demasiado acierto al reflejar lo que era para mí. La letra dice así:


Se pasaba el invierno

con verdugo y botas de agua
con los pantalones cortos
y la sonrisa en la cara.

El colegio fue el camino
de aventuras y de dramas,
del sentido de la vida,
del Amor y la Palabra.

Jugábamos en los charcos
camino de vuelta a casa.
Cazábamos lagartijas;
nos fumábamos la paga.

Fuimos piratas del río
de la vida que pasaba.
Recogedores de flores
de las madres que esperaban.
Vendedores de sueños,
bálsamos del alma,
de quien quisiera querernos.

Tengo pocos recuerdos
sin su nombre, de mi infancia;
fue el hermano que no tuve,
mi ángel de la guarda.

Compartíamos todo,
el dinero, la esperanza,
el amor por lo prohibido
y los amigos del alma.

Él fue siempre mi apoyo,
la muleta de mi alma,
la fuente de mi risa
y el complemento a mis faltas.

Fuímos piratas del río...


Cuando la hice me dio vergüenza demostrarle lo que le quería. Aunque creo que no hacía falta.

Navidad y Festivales




Durante muchos años, Alberto, el Negro y yo, siempre asociamos a la Navidad con el concurso de Belenes de Navidad. Tanto que luego, ya mayores, hemos seguido yendo todos los años, siempre que los estudios o el trabajo nos lo han permitido.

Cada Navidad, en Tajamar, se establecía un concurso de belenes. Las clases competían entre sí, desde los 5 a 17 años, es decir, desde el primer curso hasta el penúltimo. Cada año el motivo debía ser distinto al anterior y se establecían belenes “temáticos” aunque entonces no sabíamos que significaba palabra tan vacía. Simplemente, los profesores, al dar rienda suelta a la imaginación de los alumnos, conseguían que pasásemos de los belenes tradicionales de figuritas pintadas y casas más o menos parecidas a la Palestina del año 3 D.C a belenes “Vaquero”, “Galáctico”, “de sombras”, “Internacional”, “Submarino”, etc. Y así, el Niño Jesús podía aparecer, sonrosadito en su cuna, vestido de piel roja, dentro de una nave espacial o en el fondo del mar, siendo adorado por los peces que, como todo el mundo sabe, no hacen más que beber y beber en estas circunstancias.

También se daban casos de belenes clásicos, aburridillos, digamos. Solían ser fruto de un profesor encargado de curso que reflejaba su gris personalidad en el belén; así, las figuritas estaban bien hechas, pero se habían hecho con un molde; las típicas casas judías, encaladas en blanco, de una planta, eran sencillamente perfectas porque las habían hecho los padres de los alumnos. Estos belenes solían despertar poca curiosidad entre los asistentes a la fiesta de belenes. Todo lo más un “Stá bien… ¿no?” “Psché, ¿no lo hicieron ya el año pasado?”. Porque se podía hacer un belén sin demasiadas fantasías, pero con gracia: por ejemplo, un clásico como el típico belén viviente, con escenas del Evangelio, pero en el que el papel de la Virgen María en la Anunciación lo representa el chaval de la clase que hace lanzamiento de peso, con unos brazos como jamones, es el primero al que le ha salido el bigote tipo peluche y tiene la voz más grave que su padre que además engola al decir aquello de: “¿Y como podrá ser, si no conozco varón?”.

Unos días antes del concurso, el profesor encargado de curso solía pedir ideas; ahora supongo que se llamará un “brainstorming” o “actividad de creatividad dirigida lúdico-colectiva”; entonces era, simplemente, soltar la imaginación a ver como superábamos el belén del año anterior. Esto ya nos ponía frenéticos al tener un proyecto común, de la clase: y además, era importante que no hubiera filtraciones sobre nuestra –generalmente- genial idea, para que no nos la copiasen. Había que guardar un secreto absoluto, so pena de ser pasado por la barra y después encastrado de culo en alguna de las papeleras del colegio.

Lo más emocionante del concurso era la fase de elaboración, mucho más que el concurso en sí. Es apasionante, cuando eres un niño, vivir la aventura de fabricar un belén con tus propias manos. Un belén de verdad, grande, compartido, único, no compuesto por un conjunto de “kits” que se repiten año tras año. En el que para hacer las montañas había que salir a recoger escoria a la calle. Escoria de verdad, no en sentido figurado; es decir, los restos no combustibles del carbón de las estufas. Y en aquella época, las casas bajas que rodeaban Tajamar utilizaban, en su mayoría, carbón para calentarse y cocinar. Todavía no existía el gas natural, el butano no estaba extendido y no había calentadores ni cocinas eléctricas: la electricidad era cara. Así, la energía de los pobres era el carbón y había una carbonería en cada barrio. O había que buscar caja de madera de las fruterías para armar las casas; o arena de miga de alguna obra cercana para hacer los campos: o escayola y trapos para “construir” las montañas… Todo eso suponía una aventura para un grupo de mocosos dirigido por algún profesor entusiasta.

Durante todos aquellos años, aprendimos a hacer figuritas del belén y adornos con los materiales más variados; desde muñecos facilotes de hacer con el cartón de un rollo de papel higiénico (cuerpo), una pelota de ping-pong (cabeza) y cartulina (extremidades, pelo y sombreros) hasta figuras de barro cocido horneadas y pintadas. Hacíamos casas típicas hechas con aislante blanco de embalaje, o con madera y trapos empapados en escayola. Recuerdo a mi madre espantada en casa mientras yo atascaba el fregadero de la cocina preparando escayola para la casa que me tocaba hacer. Parte de la culpa la tuvo Enrique, alias “El Náufrago”, nuestro profesor de Trabajos manuales, Pretecnología, Expresión Artística o como se llamase la asignatura de pintar, recortar, pegar, esculpir y, en general, guarrear que teníamos en Tajamar. Enrique era un genio, un bohemio, licenciado en Bellas Artes que intentó, durante muchos años, inculcarnos un cierto sentido artístico. Pero no a base de ponernos diapositivas, no, a base de experimentación. Lo de “El Náufrago” era porque, como buen hippy de la época, lucía barba larga y melena. Después de pasar por las clases de Enrique, éramos capaces de hacer una reproducción perfecta del Belén de la época con material de derribo, como hicimos alguna vez.

Alberto y yo, más bien manazas, siempre éramos del grupo explorador: de los que salían a “encontrar” cosas para hacer el belén, ya que no podíamos comprarlo todo; el presupuesto de belenes era más bien ajustado, como todo presupuesto en Tajamar. Así, siempre que el profesor pedía voluntarios para traer cualquier material, ahí estábamos levantando la mano. Mucho mejor si encima nos encargaba comprar algo: entonces utilizábamos la técnica de Alberto con cara de niño desamparado y mirada perdida que distraía al dependiente de la tienda, mientras que yo despistaba el material necesario, con lo cual teníamos dinero para golosinas, tabaco, …

El resultado de la construcción del belén era lo de menos: lo mejor era el esfuerzo final, en equipo, antes de las vacaciones, la sensación de libertad al estar en el colegio, conviviendo con tus profesores y compañeros haciendo un trabajo en común, la confirmación de que la Navidad llegaba un año más, y saber que eso sólo podía pasar después del concurso de Belenes de Tajamar … y, que como todos los años, los del A ganábamos a los del B, que eran unos mantas y unos sosos.

Para la fiesta de belenes, Tajamar se adorna, con su modestia, pero con sus mejores galas. Se colocan luces en los árboles, hay villancicos sonando por la megafonía, en el Salón de Actos aparecen las alfombras y tapices reservados para las grandes ocasiones… Comparado con los modestos adornos de nuestros respectivos hogares (un portal de belén de figuras baratas de barro cocido, un árbol de navidad de plástico, con algo de espumillón y unas pocas luces) la ambientación navideña de Tajamar nos hacía entrar de verdad en la Navidad. La fiesta de belenes se complementaba con exposiciones de los concursos de pintura y con la entrega de premios de los concursos de cuentos y poesía. El colegio se llenaba (y se llena, cada año, más) de familias que acarreaban enanos que haciendo sus quinielas sobre el belén ganador. Cada año varía el jurado, pero la verdad es que suelen coincidir con el veredicto del público más exigente: los niños.

Algunos años, al acabar el concurso, Alberto y yo salíamos a pedir el aguinaldo en Vallecas, en zonas donde no nos conocían: ahora es muy divertido ver a los niños recorriendo las casas disfrazados, -los niños de ahora, ¡tienen disfraces permanentes, no se las arreglan en cada ocasión!-, pidiendo el aguinaldo o exigiendo caramelos el día de Todos los Santos, con la absurda importación del "truco o trato", que, al menos a mí, me provoca unas ganas afortunadamente reprimidas de arrojar escaleras abajo al grupo de moscosos extorsionadores. En aquel tiempo, nuestras madres se hubieran enfadado si hubieran sabido que salíamos a pedir dinero con una guitarra (Alberto) y una pandereta (yo) y cantando un villancico; ¡pedir por las casas, qué vergüenza, como las gitanas!. El caso es que no se nos daba mal, sobre todo por Alberto: sabía tocar con la guitarra con mucho sentimiento, ponía cara de mucha pena y enternecía a las señoras con sus pantaloncitos cortos –incluso en invierno- y sus ya rotundas piernas enrojecidas por el frío.

También por Navidad, durante las vacaciones, se celebra en Tajamar una fiesta de Nochebuena, una especie de festival familiar, donde actuaban padres disfrazados de payasos, se cantaba flamenco (Vallecas era una zona de inmigrantes andaluces, alcarreños y manchegos entonces), villancicos. Era una fiesta para las familias de los alumnos de Tajamar, a la que mi familia nunca asistía, ya que en aquellos años, nosotros celebrábamos las Navidades en el pueblo de mi madre, en Guadalajara. En aquellos festivales, Alberto y El Negro empezaron a hacer sus pinitos artísticos interviniendo en varias ocasiones con numeritos musicales y de humor.










El único festival en aquel que yo participé lo hicimos en COU; fue un festival de fin de curso. En aquel entonces, todos nuestros amigos de los colegios públicos y privados del barrio hacían este tipo de festivales, normalmente asociados con conseguir fondos para un viaje de fin de curso, la última oportunidad de ligar con la compañera de clase a la que perseguían, de correrse alguna juerga lejos del control de los padres… En nuestro caso, esto era implanteable; la única oportunidad de convivir con nuestros compañeros era, precisamente, en las convivencias que organizaba el colegio en Buendía, en una antigua casa de administración de la obra en la orilla del pantano del mismo nombre que la Confederación Hidrográfica del Tajo había cedido, en una concesión de uso, a Tajamar.

En Tajamar no se hacían festivales de fin de curso; a nosotros, conscientes de que era nuestra última oportunidad, ese año se nos ocurrió que podíamos hacerlo, sin ningún fin concreto: sólo porque no se había hecho nunca antes y porque queríamos pasarlo bien. Lo planteamos al profesor encargado de curso, éste al Jefe de Estudios y, ante nuestra sorpresa, nos dijeron que si pero… con cuidadito, porque nos conocían y sabían que la podíamos montar si nos dejaban sueltos; así que empezamos con un ritmo frenético de reuniones entre los más activos de la promoción (Alberto, el Negro, Pablo Domínguez Prieto y yo, entre otros) para “parir” el festival.

El Negro asumió rápidamente el papel del director del festival, papel que nadie le discutió por su autoridad en materia artística. Nos reunimos para organizar los números, en los que intentábamos que participase el mayor número de gente posible. Por aquel entonces no había en la televisión (entonces sólo teníamos la primera y la segunda cadenas) programas destinados a “scketchs” de otros programas de televisión, pero nosotros planteamos todo el festival alrededor de un telediario, en el que las noticias eran absurdas (lo presentábamos Ramón Espliguero y yo) y se hacían conexiones en directo con varios escenarios informativos. Para describir lo que montamos, sólo narraré que hacíamos una conexión en directo con el Tour de Francia y cruzaba el escenario Pablo Domínguez montado en bicicleta, mientras un locutor le entrevistaba corriendo.

Una vez desmontado el plató y como número de transición, Alberto y yo representamos un número más tranquilo consistente en la interpretación de un concierto de viento - por medio de globo, trompeta y sobaquillo-, de varios éxitos orquestales (tipo Ray Conniff) de hoy y de siempre. Muy serios, nos sentamos en el borde del escenario y mientras Alberto hacía el saxo tenor (desinflando un globo mientras hacía pinza a la boquilla, consiguiendo notas más o menos agudas en función de su apertura) o la trompeta (con una trompetilla de plástico), yo marcaba el ritmo haciendo pedorretas con el aire que se expele en el movimiento descendente del brazo derecho desde la altura del hombre hasta el costado, mientras que con la mano izquierda se cubre la axila. El resultado fue un número muy de aquellos años de Fernando Esteso y Pajares, donde mezclábamos ordinariez con ingenio, y el público lo celebraba con grandes risotadas y acompañando la música con palmas.

El número culminante fue un montaje del célebre video de Michael Jackson “Thriller”. La mayoría de nosotros no habíamos bailado más allá de cuatro pasos mal aprendidos en alguna discoteca de pueblo, pero El Negro consiguió que nos aprendiéramos una coreografía completa, que tuviéramos una apariencia más que inquietante como zombis a base de mercromina, maquillajes baratos y ropa vieja y que la presencia escénica fuera impactante a base de aparecer en el Salón de Actos por las puertas laterales, con las luces apagadas, mezclándonos en medio del público. Nada de aquello hubiera sido memorable a no ser por los dos protagonistas principales del video: el que hacía el papel de Michael Jackson y el de la chica. Para el primero, elegimos, sin dudarlo al que mejor lo podía hacer: José Luis García, que era un compañero de clase, moreno cetrino, bailón de discoteca, delgado, enjuto y nervioso al que por su tez le llamábamos “El Batusi”. El problema se planteaba para el papel de la chica –a estas alturas del relato, no es necesario insistir en el por qué- papel co-protagonista del video y que en la realidad lo desempeñaba una negrita monísima que nos enamoraba a todos con su cara de inocencia y de mucho terror. Después de muchas charlas, ruegos y amenazas, se le adjudicó a Alberto, que tenía que plantarse una minifalda, pintarse como una puerta y bailar meneando las caderas a ritmo de funky. Ya puestos a que a cosa no fuera una demostración de habilidades artísticas propia de una escuela de arte dramático sino una parodia cómica era la mejor solución; por parte de Alberto, ya puestos a hacer el indio, pues a ponernos todas las plumas…

El número fue un éxito absoluto; Alberto, como muchos otros gorditos, tenía el ritmo en las venas y se movía con más gracia que la negrita del vídeo; El Batusi se creyó de verdad que era Michael Jackson, tanto que a partir de ese momento, cuando te cruzabas con él por los pasillos, en vez de responder con un hola decía “¡Uahhhh!” “Com’on!” mientras se marcaba un pasito típico del cantante exnegro.

Para finalizar el festival, todos cantamos una canción que había compuesto El Negro para la ocasión, adaptando una canción ya existente, y que tenía dos tipos de letra, una crítica y otra pastelosa con el colegio. La cantamos al final del festival, en uno de esos momentos de unión espiritual y emociones embargadas, en el que nos sentíamos parte de un todo, en el que pensábamos que nunca nos separaríamos de aquellos amigos con los que cantábamos “Tajamar, Tajamar… un colegio y un hogar, tienes cosas que cambiar…” . Supongo que El Negro, que suele entrar por aquí, colgará la letra entera un día de éstos.






Cuando acabamos el Festival (del que no queda memoria gráfica, porque no nos acordamos de que, como todo lo se hace sin pensar mucho, sale bien, pero es irrepetible), nos sentimos con la sensación de que habíamos hecho algo grande, importante, por nosotros mismos, sin la ayuda ni la organización del colegio. Algo que nunca se había hecho antes y que nos pasaportaba, sin transición, a la despedida de Tajamar, ya que a los pocos días tuvimos los exámenes finales y la odiada y temida selectividad. Era la despedida del colegio, de los años de infancia, del universo conocido y amigable. A partir de ese momento, nos separaríamos de los amigos de tantos años, de los profesores, de la calidez de lo conocido y manejable, para entrar en el cruel mundo del trabajo o de la universidad. Sentíamos que nos hacíamos mayores, que en seguida alcanzaríamos la mayoría de edad, podríamos sacarnos el carné de conducir, ir a clase con chicas, salir del barrio…. Era un momento de cambio, apasionante, en el que rompíamos las cálidas ataduras del colegio, de sus clases de una planta, de sus pasillos de granito, de las ventanas de guillotina, del bocata en la calefacción para que estuviera caliente en el recreo, de los cigarrillos sueltos y las pipas del Claudio.

Era el momento de las expectativas abiertas, donde se abrían todos los caminos; con el tiempo, te das cuenta de que crecer, madurar, es precisamente esto: ir tomando decisiones, elegir sólo uno de los caminos que se presentan en cada encrucijada, abandonando los demás. Cada elección te planteará otras nuevas más adelante, que te harán más o menos libre en función de si acertaste o no en las encrucijadas anteriores. En aquellos momentos teníamos todas las opciones abiertas, teníamos que elegir carrera (o no), lo que implicaría nuevos amigos (o no), un futuro profesional distinto, etc. El Negro ya se sentía un gran director de cine, porque iba a empezar imagen y sonido, en la escuela de periodismo; Alberto, un gran informático (ya sabía manejar un Commodore 74, que era un ordenador sin pantalla que almacenaba los datos en cintas de magnetofón); Pablo ingresaría en el seminario diocesano, siguiendo su vocación sacerdotal, que le acompañaba desde que yo le conocí, con 10 u 11 años. Miguel Ángel Franco y yo compartíamos elección: Industriales; yo estaba acojonado porque me iba a enfrentar a una ingeniería, que decían que era una cosa dificilísima y que muy pocos conseguían pasar del primer curso, pero ir con M.A. Franco me daba la tranquilidad de la ayuda de su inteligencia. Comenzamos a salir del entorno del barrio, a hacer las preinscripciones, a acercarnos por las respectivas universidades. Empezamos a sentirnos un número, uno del montón, a medida que hacíamos colas y rellenábamos formularios de solicitud.

Era como salir del pueblo para emigrar a la gran ciudad.

martes, 13 de marzo de 2007

Palomeras

Palomeras es un centro del Opus Dei destinado a la formación de los jóvenes de ese barrio de Madrid, pegado a Tajamar. Es una forma de hacer proselitismo (apostolado lo llaman ellos) y de dar a conocer a la Obra en un ambiente sano y atractivo para los chavales. El centro estaba dividido en dos zonas: arriba y abajo, los mayores y los pequeños, el Centro y el Club. El Club estaba destinado a chavales entre 6º y 8º de EGB. El Centro, para los de BUP y universitarios. Las actividades del Club estaban dirigidas por universitarios de la Obra que acudían al centro a estudiar. Como en todas los sitios que he conocido del Opus Dei, la decoración era sencilla pero de muy buen gusto, el mobiliario resistente y bien adaptado al espacio y a las necesidades de cada sitio: un lugar hecho para estar bien, confortable y funcional. Era mucho más bonito que cualquiera de nuestras humildes casas.

En el Club se desarrollaban actividades formativas de dos tipos: de las que nos gustaban y de las que nos aburrían. Entre las primeras estaban aeromodelismo, fotografía, judo, pintura … Entre las segundas charlas sobre temas de religión, estudios dirigidos, refuerzo de asignaturas… Ni que decir tiene que había que acudir a los dos tipos de actividades, sin excepción. A cambio de 300 Pts al mes, nuestras madres nos tenían entretenidos y lejos de casa, todas las tardes, bien vigiladitos y gastando allí las energías, para llegar a casa mansos y relajados.

Al Negro le conocimos en Palomeras. Sus hermanos mayores ya iban a Tajamar y él, sin duda, acabaría ingresando en 1º de BUP, aunque entonces acudía a un colegio público de la zona. Esa “diferencia” le permitía tener cierto aire de superioridad porque en su clase había chicas mientras nosotros nos limitábamos a bramar, valla metálica mediante, a las del colegio público situado en frente a Tajamar.

El Negro era raro. No le gustaba la mayoría de las cosas que divertían a los chavales de nuestra edad: no apedreaba perros, no se peleaba con nadie, no le gustaba el fútbol, ni las chicas. Tenía las manos finas y los dedos delgados, la piel blanca y suave, rubicunda; cuando Alberto y yo empezamos a afeitar nuestra pelusa, el Negro todavía tenía expresión de niño.

El Negro, habitualmente, vestía con ropa negra; era un fotógrafo excepcional (tenía una ampliadora en su casa y todo); tocaba la guitarra y cantaba mejor que todos nosotros y, lo más importante: ¡tenía video! Creo que el Negro tuvo el primer video que yo había visto en mi vida y que reunía a decenas de personas en su casa para ver por vigésimo cuarta vez “La Guerra de las Galaxias”.

El Negro leía libros que leían sus hermanos mayores y/o su madre y que luego nos recomendaba con pasión; se sabía, prácticamente de memoria, El Señor de los Anillos completo y creía en la bondad, en la lucha entre el bien y el mal, en las grandes cosas de la vida. Por aquel entonces, todavía no se negaba la fe a sí mismo. Los dos perdieron a sus respectivos padres pronto y tenían hermanos mayores, también en Tajamar; eso les hizo madurar rápido, aprender a cuidar de si mismos y de los demás (sobre todo en el caso de Alberto) e interesarse por cosas importantes cuando otros se dedicaban a peinarse el tupé, ensayar pasos de baile para lucirse en la discoteca o aprender besar. Eso les hizo maduros pero algo descompensados, como si se hubieran saltado ese paso de la tontería y la frivolidad que viene entre (o durante) el pavo y la juventud. Creo que por eso, los dos, mantuvieron siempre su capacidad de ser adolescentes, por no haber quemado nunca del todo esa etapa.

El Negro no era negro. No había negros antes, en Vallecas, aunque ahora puedan parecer tan autóctonos como en Nueva York. Los únicos negros que había entonces en España estaban en los circos, boxeaban o eran diplomáticos africanos. O les veíamos por la tele. Y nos decíamos: “¿cómo pueden ser tan racistas los yanquis?” cuando veíamos películas de Sidney Poitier. El racismo es una enfermedad que se propaga por el contacto con el diferente, con el distinto, con el que nos da miedo.

Por cierto El Negro era el Negro porque se apellida Negrete.


Bueno, pues los tres (el Negro, Alberto y yo) pasamos unos años increíbles en Palomeras, en plena adolescencia. Alberto y él eran buenos en fotografía y tocando la guitarra; yo era bueno en Judo y planificando putadas para el resto de chavales y monitores. Teníamos una costumbre que exasperaba a nuestros monitores: cuando llegaba la hora de cerrar el club, nos escondíamos en los lugares más recónditos para retrasar la hora de salida. Alguna vez nos amenazaban con dejarnos dentro, pero sabíamos que serían incapaces de hacerlo así que, cada día, tenían la rutina de colocar las mesas y sillas, apagar las luces, y buscar a los tres pesados de siempre. Teníamos una especial habilidad en forzar puertas y robar en la despensa donde guardaban las meriendas con que se agasajaban los mayores los domingos por la tarde, curiosear en los documentos del director del centro, etc. Así nos enteramos de muchas cosas que, probablemente, por edad y condición, no deberíamos haber sabido.

En Palomeras se alternaba la educación en valores y las actividades lúdicas; así, una tarde podíamos tener una charla sobre “el valor de las cosas pequeñas”, luego Aeromodelismo, luego estudio… y unos cigarritos liados. El Negro y Alberto ensayaban canciones con la guitarra mientras yo hacía mis primeros pinitos lingüísticos con las chavalas del barrio de Palomeras, a las que los chavales del Piso debíamos de darles bastante morbo, por aquello de considerarnos una especie de curillas en potencia. Era la época de la adolescencia bulliciosa y sobrehormonada, en la que para poder hacer la novena de la Inmaculada nos teníamos que confesar nueve veces, y, por eso, en algunas actividades no dirigidas, realizadas en grupo, dábamos, pudorosamente, la vuelta al cuadro de la Virgen que preside cada estancia en los centros del Opus Dei.

En Palomeras teníamos cine los sábados por la mañana, en un tiempo en el que ir al cine no era un ejercicio habitual como ahora, en el que los niños exigen que les proveas de cubos más grandes que ellos de palomitas, refrescos de tamaño king size - que si fueran de leche, tendríamos a los infantes más altos de Europa-, bolsas de chuches que contienen más porquerías de las que un cuerpo humano es capaz de digerir de una sola sentada y que, desde luego, superan a las que yo me podía permitir con la paga de los domingos de todo un año. Entonces, veíamos películas de Abbott y Costello, históricas, bíblicas, en una máquina alquilada, pagando 10 pesetas, compartiendo bolsas de pipas y, como mucho, una bolsa de galletas de nata. Allí nos aficionamos al cine, amamos el cine, asistíamos embobados, con la mirada fija y la boca abierta, a los espasmos de Danny Kaye, a la mirada de héroe de Charlton Heston...

Nos pasamos los tres años de Club soñando con ser mayores y pasar al Centro, donde ya te dejaban fumar, no había “actividades” y sólo ibas a estudiar y a formarte como cristiano y a evitar (o buscar, dependiendo del caso) los inevitables envites dirigidos a que fueras un miembro del Opus Dei. Lo importante era la simbología, los ademanes, el lenguaje sólo para iniciados, el ambiente que se respiraba; todas estas cosas hacían muy atractivo al Centro. Podíamos charlar de tú a tú con profesores que en el colegio tenías que tratar de Ud. Y estudiábamos al lado de universitarios, a los que podías preguntarles cosas de la universidad, que, a los hijos de padres no universitarios, nos parecían lugares lejanos, míticos, donde iban los primos mayores, empezaban a ir nuestros vecinos, etc.

En aquel Centro reforzamos las virtudes humanas que intentaban inculcarnos en Tajamar, empezamos a tener un contacto más directo con el Opus Dei del que, con el tiempo, Alberto fue miembro; El Negro y yo teníamos otras inquietudes, otra sensibilidad y jamás fuimos del Opus aunque creo que los dos nos lo planteamos en algún momento. En alguna medida era un reto, intelectual, de generosidad y de demostración de la fe, las tres cosas a la vez.


Para muchos chavales del barrio, además, Palomeras fue el hogar que no tenían en sus respectivas casas: hijos de padres separados, de familias desarraigadas, encontraron allí el cariño y el ambiente sereno que no tenían en sus casas. La mayoría de ellos se hicieron de la Obra y con el tiempo, la dejaron; constituyeron, dentro del Opus Dei, un caso sonado: una gran cantidad de vocaciones que con el tiempo se fueron frustrando y ocasionando bajas.

Contra lo que la mayoría de la gente cree, entrar en el Opus Dei está abierto a todo el mundo –no sólo a las élites, como muchos se encargan de divulgar, maliciosamente- y también está abierta la puerta de salida, cuando consideras que tu vocación, o, sencillamente, tu papel en la vida no corresponde con la vida de un miembro del Opus Dei, que, por cierto, está llena de sacrificios, de compromiso, de generosidad.

En cualquier caso, allí convivimos durante varios años, con personas que, con el tiempo, sin duda, han sido/son, nuestros mejores amigos. Quizá por la calidad de las personas que pasaban por allí, quizá por habernos conocido durante la adolescencia que es, salvo raras excepciones –como la del Negro, que sigue siendo así- la única época de la vida donde uno se plantea, cotidianamente, las Grandes Preguntas de la vida. Y si, como en nuestro caso, uno está rodeado de gente con sensibilidad, con capacidad de querer, con generosidad, el vínculo emocional que se crea se convierte en una relación firme, duradera, llena de amor, que resiste evoluciones distintas en la vida, matrimonios, divorcios, incluso a la muerte.

Palomeras estaba, en aquellos años, poblado de personas con madera de líder, gente de la Obra que hacía de “gancho” para los adolescentes de la zona. Uno de ellos era Nino, un joven estudiante de clásicas que con el tiempo se convertiría en uno de mis mejores amigos.

Nino lo tenía todo para ser atractivo en aquellos años: guapo, simpático, con don de gentes, tocaba la guitarra, la armónica, los bongos… había montado un grupito que tocaba jotas y música popular castellana con otros amigos de la Obra; dirigía un club de espeleología, un club de baseball, escribía poesía, escalaba montañas… Tenía una personalidad arrebatada, apasionada y contradictoria; así vivía su vida de fe, también en la Obra. Fue uno de los que encontró refugio en la tranquilidad y estabilidad que ofrecía ser miembro del Opus Dei, algo que buscaba desesperadamente, huyendo de la inestabilidad de un hogar destrozado por las continuas discusiones y el consiguiente divorcio de sus padres. Pero a la vez, vivía desconcertado por unas dudas de fe a las que le arrastraba su propia personalidad, inestable, algo depresiva y atormentada.

En resumen, una persona que no dejaba indiferente, que tenía un don inigualable para agradar, que manejaba muy bien a las personas, que fácilmente se convertía en el líder de cualquier reunión. Con todas estas características, no podía sino encajar conmigo y… provocar un profundo rechazo en Alberto, al que le provocaban recelo las personas que despertaban tanto interés. Digamos que si los demás revoloteábamos como polillas alrededor de la luz de Nino, Alberto le miraba de lado, con sonrisa socarrona, con una mirada del tipo “a mi no me engañas” y siempre tenía un comentario irónico acerca de Nino, de su capacidad para quedar bien, hablar bien de si mismo y gustarse mucho y gustar a los demás.

Nunca hicieron buenas migas; siendo mis mejores amigos, no podía reunirles más de diez minutos en una habitación sin que empezaran a saltar chispas. Mi mujer dice que tenían celos el uno del otro; no creo que fuera por eso. Sencillamente, eran como el agua y al aceite. Tú puedes tener el mejor aceite de las mejores olivas y el más puro agua de las montañas, pero, por muy buenos que sean por separado, no se mezclarán nunca. Pues eso pasaba con ellos. Lo bueno es que cuando les preguntabas por separado si tenían algún problema entre ellos siempre me miraban con cara de ofendidos y decían “¿Yo? Que va, no tengo ningún problema, si me cae muy bien…”

Nino y algunos más como él crearon en Palomeras un ambiente excelente, lleno de actividades interesantes: el fin de semana que no teníamos una excursión a una nueva sima, íbamos al monte a escalar, escribíamos poesía, componíamos canciones… todo ellos enclavado en un ambiente de profunda religiosidad y mística viril, que hacía que proliferasen las vocaciones como hongos. Tanta profusión de almíbar a Alberto le provocaba sarpullidos así que tomó los bártulos y se cambió de centro; se fue a Fontarrón, un centro de la Obra que estaba en Moratalaz, más cerca de nuestra casa, pero al que nunca habíamos ido porque estaba lleno de muermos. Pero Alberto era increíble escarbando entre la personas, encontrando diamantes en gente que parecía de lo más vulgar y así me descubrió, con el tiempo, personas valiosas, que pasaron a engrosar nuestra lista de amigos del alma, como Miguel Ángel Arjona o Luisja.

Supongo que en parte era porque a Alberto, por su propia estética –o más bien, falta de estética- no le producían rechazo aquellas personas que hay se les llamaría “friquis” y que entonces eran, sencillamente raros, horteras, etc. La adolescencia es una edad plagada de inseguridades y enfrentamientos, con uno mismo y con los demás. Por eso se busca refugio en aquellos que, sin ser la familia (refugiarse en la familia es de niños, ¡puaj!), proporciona seguridad: los amigos, las modas, las tribus urbanas, etc. En algún momento, yo me refugié en amigos guapos, de discoteca, con los que era fácil salir a ligar, aliviando mis propios problemas de relación con las mujeres fruto de la adolescencia. Cuando eres tan frágil como sucede en los años de los granos y los gallos en la voz, tienes miedo a que te asocien con los feos, con los friquis, como si te hiciera más guapo el ir con guapos …

Mirado de manera imparcial, Alberto era uno de ellos, un friqui. Nunca supo combinar los colores –no era daltónico, pero a veces lo parecía- y su forma de vestir podría calificarse, a veces, de estrafalaria. Consideraba elegante vestir como Austin Powers, con trajes de terciopelo y camisas con chorreras, y se hubiera casado vestido de comandante de la nave de Star Trek (otra de sus pasiones) si no se hubiera visto hecho un pincel vestido con chaqué en mi boda, al ser uno de mis testigos. De hecho, a la boda de su hermano, acudió vestido con un chaleco en dorado, botas de vaquero, corbatín tejano y unos bigotazos tipo Pancho Villa. Alberto estaba libre de las modas que nos ataban a los demás y, como a los niños, le gustaba lo que le atraía visualmente, estuviera de acuerdo con los cánones establecidos o no. Mientras los demás nos sentíamos más seguros con un niqui que tenía cosido un cocodrilo, él era feliz coleccionando sombreros imposibles: un casco nazi, una gorra de plato de la SS, un gorro militar ruso con orejeras, etc. Si a eso le asociamos los 150 kg que llegó a pesar en sus peores momentos y la barba tipo Goliath (el del Capitán Trueno) que se dejó, la estampa era inolvidable para los que le conocían.

Que cambiase de centro acabó con una de nuestras rutinas: el camino de vuelta a casa desde Tajamar, que llevábamos haciendo juntos varios años. Al principio, cuando éramos pequeños, además de la bucólica actividad de recoger flores, narrada anteriormente, llevábamos a cabo otras actividades menos presentables pero más interesantes. En invierno, nada como meternos en los charcos del camino, que por entonces era un sendero de tierra en medio del campo. Nuestras madres nos vestían con botas de agua en previsión, pero siempre acabábamos empapados y llenos de barro porque cuando eres niño, un gran charco es un mar donde puedes organizar batallas navales –como nosotros las hacíamos, con barcos de madera de balsa…-. Con la primavera, nos dedicábamos a la caza de lagartijas, ranas, sapos y escolopendras. Asistíamos a la evolución de los renacuajos a ranas en una charca, organizábamos peleas entre lagartos y alacranes, empalábamos a las lagartijas en la entrada de un hormiguero para que, al día siguiente, pudiéramos ver su esqueleto mondo y lirondo… Cazábamos abejorros a los que atábamos cordeles “para sacarles de paseo”, recogíamos gorriones caídos de los nidos con el triste afán de niño pobre de tener una mascota que, indefectiblemente, moría a los pocos días, a pesar de nuestros intentos de alimentarles con leche y miga de pan.

Ya de más mayores, el camino de vuelta a casa servía para fumarnos nuestros cigarritos, conversar con los mayores, ser atracados de diversas formas por los gitanos y macarras de la zona… Filosofábamos sobre lo que acabábamos de ver en el centro o en el colegio y, en esos paseos, aprendimos a conocernos, a pegarnos con las bandas rivales, a alternar los charcos helados de una mañana de febrero con la tierra ardiente de una tarde de julio. Tan importante como adonde íbamos era como y con quien hacíamos el camino, pero eso no lo supimos ver hasta mucho tiempo después.

Durante el Bachillerato, cada uno apuntó a lo que su personalidad y entorno social le empujaba; Alberto siguió siendo fiel a su vocación y acabó siendo miembro del Opus Dei, agregado. Era lo normal; Alberto tenía un sentido especial para lo religioso, sentía la presencia de Dios y, además, intelectualmente tenía una madurez suficiente para entender con plenitud lo que significa la existencia de Dios y, por lo tanto, para amarle y adorarle. Y Alberto nunca fue de entregar el corazón a medias, así que, puestos a ser creyentes, mejor ser del Opus que tibio parroquiano

Yo, en cambio, me debatía entre el sentido religioso y la madurez intelectual y el ambiente de las chicas del barrio, de mi pueblo o de mi grupo de atletismo, y así alternaba la asistencia al círculo, a las meditaciones, confesiones con el cura, con magreos con mis novietas, borracheras los fines de semana en el pueblo, aventuras con coches, discotecas… Ésas diferencias no nos separaban a Alberto y a mí, al contrario, yo le contaba mis cosas y él escuchaba, con una mezcla de envidia, condescendencia y cachondeo, y por el contrario, yo admiraba su coherencia y tesón en el trato con Dios y él envidiaba mis aventuras de adolescente que, de alguna manera, se estaba perdiendo. Seguimos siendo íntimos durante todo este tiempo y, a pesar de que el apostolado –o proselitismo, depende del narrador- es una de las bases de actuación de los miembros de la Obra, jamás intentó convencerme de que asistiera a alguna de las múltiples actividades “pías” de su centro. Bueno, sólo una vez, y supongo que movido por algún “superior” que le debió decir algo así como: “¿No sois tan amigos? Pues entonces, ¿por qué no le invitas a un círculo?”.

Y lo hizo. Estábamos preparando los exámenes de Selectividad en Fontarrón, el centro de Alberto al que yo fuí, accidentalmente, porque estaba más cerca de nuestra casa. Bueno, lo de preparar es un decir por que Alberto no estudió nada durante el mes que mediaba entre el fin de curso de COU y los exámenes de Selectividad. Mientras los demás estudiábamos, Alberto se dedicaba a fabricar petardos –no había perdido la afición- , a aprender a programar con un primitivo ordenador sin pantalla (tipo Amstrad), a tocar la guitarra… todo menos estudiar. No le motivaba la Selectividad, porque había decidido hacer una carrera que no requería este examen para ingresar. Y Alberto nunca fue de imponerse obligaciones que no le interesasen; podía aprender ruso o japonés por curiosidad (y así lo hizo), pero era incapaz de hacer algo porque fuera, sencillamente, lo común, lo que había que hacer…. De todas formas, como era de esperar, Alberto aprobó la Selectividad con buena nota.

El caso es que una tarde, descansando del estudio (yo) y de la oración (él), estábamos fumando un cigarrito en un banco cuando de repente, un poco nervioso y azorado me dijo: “Podías venir al círculo este jueves.” Le miré de lado, sonriendo, pensando que estaba de broma. Pero no, estaba tenso, mirándome fijamente. “¿Estás de coña? Sabes que hace años que no voy a un círculo” le dije. “Por eso, falta te hace”, contestó. Le miré de frente, di una calada profunda y le respondí: “Vale, yo voy al círculo pero a la salida tú te vienes conmigo a tomar una caña con Inma y una amiga suya” (Inma era mi novia entonces) “¿Qué? ¿Tú estás loco? Sabes que no puedo hacerlo”. “Vaya, ¿y por qué no? O sea, ¿tú me invitas a que participe en algo que crees que es bueno para mí y yo no puedo hacer lo mismo por ti?”.

Se quedó pensando, callado, mirando al suelo. Se levantó en silencio y se fue hacia Fontarrón. Jamás volvió a insistir en el tema mientras fue de la Obra.

Con el tiempo, él, Miguel Ángel Arjona y Luisja (eran los tres de la Obra e inseparables en aquel tiempo) empezaron a tontear con chicas del barrio, que eran amigas de otros amigos suyos. Eso les valió más de una reprimenda, pero sobre todo, les sirvió para darse cuenta de que lo suyo no era el compromiso religioso sino las mujeres, así que en un corto plazo abandonaron el Opus, con alegrías y penas de los respectivos padres, dependiendo de la familia. Miguel Ángel merece un capítulo aparte y lo incluiré dentro de este relato, con la complicidad de Alberto, ya que imagino que los dos me miran mientras escribo, tomando unas cervezas celestiales mientras yo me devano los sesos intentando recordar las cosas con nitidez.

NOTA: Un círculo, es un grupo de personas que asisten a una charla de formación religiosa que imparte una persona de la Obra, un laico, que generalmente es el que te supervisa, el que hace apostolado contigo. Después de la charla se rezan unas breves jaculatorias y se hace un examen de conciencia (en privado).

viernes, 16 de febrero de 2007

Exploraciones y apariciones



Tajamar está ubicado entre Vallecas y Moratalaz, dos barrios de Madrid que se han nutrido, uno con el aluvión de inmigrantes de los años de posguerra y otro con una inmigración, más ordenada, de la época del desarrollismo de los 60, que acudió a las posibilidades de progreso que ofrecía la capital. En cualquier caso, gente humilde, trabajadora, proveniente en gran medida de pueblos de La Alcarria y La Mancha. Al menos en Madrid, los inmigrantes solían vivir en la zona de la carretera que llevaba a su pueblo; me temo que los actuales inmigrantes lo tienen un poco más difícil. Aquella inmigración, sobre todo en Vallecas, dio lugar a situaciones de infravivienda y marginación, que con el tiempo desembocaron en problemas de drogas y delincuencia.

Tajamar fue la materialización del sueño de unos cuantos jóvenes del Opus Dei –sin un duro pero con grandes ideas e ilusión- de hacer una obra social y educativa en uno de los barrios más deprimidos del Madrid de entonces, que constituyó en aquellos años una oportunidad para salir adelante a muchos chicos que, en otro lugar donde se cuidase menos a las personas, hubieran tenido todas las papeletas para acabar en la marginación o en la delincuencia. Empezaron allá por los años cincuenta con un gimnasio en la calle Eduardo Requenas, en Vallecas; luego les dejaron dos cuartos para montar dos clases de primero en la colonia Erillas, en el mismo barrio. Cuando llegaba el final de curso, se dieron cuenta de que no tenían sitio para el año siguiente, cuando tuvieran cuatro clases, dos para primero y dos para segundo. Estos locos fundadores de Tajamar tenían la misma visión que San Josemaría: hay que pensar en grande para conseguir cosas grandes. La suerte -o el Espíritu Santo, depende de la versión- les vino a ver y, por lo que yo sé, el mago de Pelegrín Muñoz (hoy D. Pelegrín, sacerdote), consiguió ¡sin dinero! comprar los 110.000 m2 de Tajamar a unos propietarios que, además, le prestaron una vaquería, también de su propiedad; adecentaron las clases rápidamente y allí estuvieron un par de años, mientras el mentado D. Pelegrín conseguía, por medio de su tenacidad, que le recalificaran los terrenos para poder construir el colegio y que le prestasen el dinero para hacerlo. Todo lo consiguió con su sonrisa, su constancia y rezando mucho. Y nada más.


El terreno de Tajamar estaba en medio de campos de cultivo, rodeado, por la zona de Vallecas, de chabolas de inmigrantes, gitanos y mercheros; chabolas sin agua ni luz, donde se juntaban la marginalidad y la gente pobre, pero honrada, que quería salir adelante. En Tajamar, mucha gente encontró su oportunidad, pequeños y mayores, ya que también había clases nocturnas, sobre todo de Formación Profesional, para adultos. Unos la aprovecharon y otros no, pero no se le negó a nadie. Desde luego, no por dinero; más de un compañero de clase, durante aquellos años, no tenía ni para traer un bocadillo, pero nadie le negó la educación, el respeto ni la libertad. Supongo que por eso, el que menos dormía en Tajamar, era el encargado de "las perras".


El núcleo central de nuestra clase, en aquellos años de infancia hasta el BUP lo constituía un abigarrado grupo de chavales, mezcla de los dos barrios, que juntaba a habituales de robar en el Simago, con chavales que tocaban la guitarra en misa en su parroquia, familias con hijos en la cárcel o familias numerosas con padres del Opus que apuntaban a medianos cargos en el sector de la empresa o la banca. En este ambiente nos mezclábamos, en una clase, hijos de albañiles, de pilotos de Iberia, de empleados municipales, taxistas, de administrativos de empresas, de separados, de policías, con padres en la cárcel, Testigos de Jehová, hijos de familias del Opus Dei, agnósticas, de padres sindicalistas, de padres guerrilleros de Cristo Rey… Lo que ahora llamarían un “aula de integración” o algo así, en aquel lugar sucedía con una sencilla receta: ubicado en un barrio humilde, ofreciendo una educación y unas instalaciones de primer nivel, respetando los valores de los padres, pero dejando claro el ideario del colegio y la preocupación personal por cada alumno, fomentando la responsabilidad individual y el valor del trabajo y del cuidado de las cosas pequeñas.

Esta forma de educación empezaba en la edad más temprana; desde la entrada en el colegio, cada año se producía el mismo ritual: después de unos días de convivencia en el colegio, dedicados a recoger los libros, a copiar los horarios, a la presentación de los profesores, de las clases, etc, se producía una votación en clase para elegir al Delegado de Clase. El Delegado era el representante de los alumnos, cuidaba las clases en ausencia del profesor, acompañaba a los alumnos castigados a visitar al Jefe de Estudios del ciclo correspondiente, etc. El alumno más votado era elegido Delegado y el segundo, Subdelegado. A partir de ahí se producía la asignación de “encargos”, en función de las habilidades y condiciones de cada uno y, así, se nombraban los encargados de tizas (encargados de que siempre hubiese tizas en clase), de pizarra (borrar entre clase y clase), ventanas (subirlas y bajarlas), corchos (decorar una pared forrada de láminas de corcho que había en cada clase), de ”la hora” (de avisar al profesor del fin de la clase, ese tenía que tener reloj, algo que no todo el mundo tenía, entonces), etc.

Las notas, en cada evaluación, eran una suma de “Calificaciones” y “Actitud”, que no siempre estaban relacionadas, ya que podías haber sacado unas notas estupendas, pero tener baja puntuación en “actitud” por pasar la clases haciendo el gamberro o no cumplir bien con el encargo asignado, independientemente de la importancia que ese encargo pudiera tener, ya que lo realmente importante, y así nos insistían, era cumplirlo bien. Así, era tan importante, según nos enseñaron, ser el Delegado como el encargado de papelera, ya que lo importante era cumplir bien tu tarea. Esta forma de educar, que está relacionada, íntimamente, con el concepto de santificación de la vida ordinaria del Opus Dei, ahondaba en el concepto de responsabilidad y de libertad individual. Y eso estaba muy bien, aunque todos queríamos ser el Delegado y ninguno el encargado de papelera.

Otra de las características de la forma de educar en el colegio era la figura del Preceptor, que dependiendo de la edad del alumno variaba entre un universitario de la Obra, antiguo alumno o uno de los profesores del colegio. Cada año tenías un preceptor con el que hablabas al menos quincenalmente y que hacía un seguimiento especial en tus estudios, la relación con tu familia, la vida interior, el cuidado de las virtudes humanas, etc. Algunos preceptores dedicaban demasiado tiempo al proselitismo del Opus Dei, o se centraban demasiado en preguntar por la virtud de la pureza -a partir de la adolescencia-, probablemente como reflejo de sus propios defectos, aunque no eran la mayoría, ni mucho menos. Es típica de Tajamar la figura del alumno y el profesor caminando conjuntamente por los jardines del colegio mientras charlan animadamente (o el alumno pone cara de aguantar el chaparrón, según los casos).

El encargado de puerta –que se sentaba en la mesa más cercana a la puerta- de cada clase, escuchaba una llamada a la puerta, abría y recibía el encargo del preceptor que fuera para que saliese uno de sus preceptuados, ya que se hacía durante el horario de clase, para no sobrecargar los horarios de los alumnos. El encargado de puerta trasmitía el aviso al profesor, que si lo consideraba oportuno, daba permiso al alumno para salir.

Este mismo ritual sucedía cuando cualquier alumno era reclamado para cualquier cosa, para hacer alguna actividad relacionada con algún acto del colegio, del club deportivo, etc. El número de alumnos llamados para abandonar la clase era, en general, directamente proporcional con el grado de bisoñez del profesor. Así, en las clases de los profesores más ingenuos, salían a ser preceptuados aquellos alumnos que sabían que su preceptor no aparecería ese día, los del club de atletismo e incluso los de ballet, actividad que no se incluía en las actividades extraescolares del colegio, pero que despertaba espontáneamente la adhesión de aquellos que no habían podido acudir a alguna de las categorías habituales, que rápidamente se levantaban de sus sillas y salían ejercitándose en alguna pirueta o posturita relacionada, lejanamente, con el ballet clásico. No tengo que aclarar el valor de tener un encargado de puerta capaz de poner cara de póquer cuando fingía que alguien había llamado, dando unos golpes en su pupitre, y se acercaba al profesor para decirle que saliera fulanito para ir, por ejemplo, al club de corte y confección.

En una de estas tardes de clase con algún profesor poco avezado, Alberto y yo organizamos una exploración por los túneles de Tajamar. Los túneles son las galerías subterráneas de servicio que cruzan todo el colegio y por las que discurren las canalizaciones eléctricas, de agua, de alcantarillado, etc. Nada les gusta más a los chavales que sentirse aventureros explorando galerías subterráneas y, mucho más, cuando es algo prohibido. Lo que iba a ser una aventurilla entre los más “colegas” de la clase, se convirtió en una excursión no programada y no vigilada, y que despertó la alarma en el profesor únicamente cuando se quedó sólo con los dos más “pringaos” de la clase, ya que se había ido hasta el de la puerta. El resto, en rigurosa fila india detrás de Alberto y de mí, se sentían aventureros intrépidos explorando las galerías de una pirámide egipcia, la cueva de los piratas, o cualquier otra cosa que cupiera en nuestra imaginación. Detrás de cada recodo se abría la posibilidad de entrar en lo desconocido; se sucedían las carreras, empujones, risas y codazos propios de cuarenta chavales de diez años viviendo una aventura en un túnel.

La exploración comenzó a peligrar cuando el profesor empezó a asustarse ante la perspectiva de haber perdido a cuarenta alumnos dentro del propio colegio en horario lectivo y avisó de la extraña situación al Jefe de Estudios, que entonces era D. Rafael Martínez Olivares; éste apareció en clase y empezó a hacer preguntas a los dos esquiroles, a los que les faltó tiempo para largar dónde nos habíamos metido. El Jefe de Estudios mandó al profesor novato a buscarnos por los túneles, acompañado de alguno de los empleados de mantenimiento del colegio (“Los Toribios”, en nuestra jerga, nombre debido a uno de ellos, que era el hombre más feo que habíamos visto en nuestra vida, igualito que Popeye, pero con mono azul y rematado con una boina capada). Con lo que no contaba el Jefe de Estudios es con que, además de la entrada natural que estaba en la sala de calderas del colegio, Alberto y yo, como buenos exploradores, habíamos encontrado una salida de emergencia por una chimenea de ventilación que quedaba cerca de nuestra clase, de tal forma que cuando descubrimos que nos estaban siguiendo, toda la partida de exploradores se encaramó por la salida de emergencia y aparecimos en clase antes que el profesor regresara, con algo de polvo encima, cara de buenos y sensación de triunfo; al rato apareció el profesor novato balbuceando explicaciones ante D. Rafael (alias el “sin filtro” debido a su hermosa calva), que no se explicaba por donde habíamos escapado, pero que nos miraba a Alberto y a mi, fijamente, no se si enfadado, buscando una explicación o aguantándose la risa.

Alberto y yo habíamos descubierto la entrada las galerías por casualidad, “explorando” que era una de las actividades que más nos gustaba hacer y a la que dedicábamos muchos recreos y ratos libres, mientras otros se dedicaban a jugar al rescate, a churro mediamanga-mangaentera o a la pelotita de papel plata. Esta última especialidad, originaria y exclusiva, hasta donde yo se, de Tajamar, consistía en hacer un bolita con el papel de aluminio del bocadillo y jugar, en individuales o por parejas, a una especie de balón-volea, donde las redes eran las vigas sobre las que apoyan las uralitas que protegían del sol y de la lluvia los pasillos que hay entre las aulas. Barato, sencillo y con la ventaja de que las bolas de papel de aluminio no fomentan el marquismo y son ecológicas, por aquello del reciclado que ya he mencionado.

Tajamar tenía todo un mundo prohibido e ignoto por explorar, en aquellos recreos en los que Alberto y yo desarrollamos nuestra curiosidad, nuestra afición por lo prohibido y nuestro sentido de la orientación. Había que verle moverse sigilosamente, a pesar de andar sobrado de kilos, andando de puntillas o esconderse detrás de una cortina justo antes de ser sorprendido. Y si le pillaban, pues nada, a aplicar la técnica de la cara de “pensamiento vacío” y a decir que se había perdido y a otra cosa.

El área de operaciones preferido para nuestras exploraciones era las que formaban el conjunto Salón de Actos – Oratorio, Edificio Central – Sala de Profesores, precisamente porque eran las zonas a las que no teníamos acceso sin un motivo justificado. El conjunto del Salón de Actos tenía muchas posibilidades pues conectaba con un Centro del Opus Dei en sus bajos, la carpintería, la Cripta, la Residencia de Profesores, la Torre del Oratorio, etc. El Salón de Actos, es la pieza central y consta de una gran sala central rectangular, cuyas paredes la forman un escenario elevado, una entrada lateral y dos paredes móviles que conectan con el Oratorio grande y con la Sala de Proyecciones, de tal forma que, por medio de mecanismos hidráulicos, las paredes suben y bajan, ampliando el Salón de Actos con la Sala de Proyecciones o el Oratorio con el Salón de Actos. Todas estas funciones requieren de una tramoya subterránea que a Alberto y a mí nos fascinaba y estábamos deseando explorar.

Así, una entrega de premios de Navidad, descubrimos que el escenario elevado tenía unas puertas de entrada a los lados de su parte frontal, que se podían abrir sin dificultad y que se nos mostraban insinuantes y provocativas. Al volver de las vacaciones de Navidad, en un recreo, nos decidimos a explorar la zona.

La primera dificultad consistía en entrar en el propio Salón de Actos pero para ello contábamos con varias técnicas: comunicarnos por el Oratorio, entrar por el Centro, haciendo que buscábamos a alguien, etc. No recuerdo cual utilizamos aquel día, pero, una vez dentro, nos encontramos con el problema de que no llevábamos una linterna ni cerillas para ver en la oscuridad que reinaba debajo del escenario. Con la poca luz que entraba por una de las puertas entornadas del Salón de Actos, pudimos distinguir sillas apiladas de las que se utilizaban en los actos con público y, al fondo, un cuadrado oscuro en el suelo. Nos adentramos por debajo del escenario, tanteando, hasta llegar al hueco cuadrado por el que, parecía, podíamos llegar a un nivel inferior donde debían estar los mecanismos hidráulicos de las paredes móviles.

El único problema, en aquel momento de excitación por lo prohibido, es que no se veía a tres en un burro. Y, en aquellos instantes en los que dudábamos acerca de cómo seguir, pasaba lo de siempre:

- No se ve nada.
- No.
- Habrá que bajar de alguna forma
- Si, pero no se ve el suelo.
- Ya. Salta.
- Salta tú, no te jode.
- Salta tú. ¿No eres tú el atleta?
- Ya estamos. Lo echamos a suertes y ya está.
- Si, a pares y nones. Lo malo es que no nos vemos los dedos.
- ¡Venga salta tú, que se nos va a acabar el recreo!
- ¡Yo no salto, salta tú o nos vamos!

Total que, como siempre, me tocó saltar. Así que, me lancé al vacío, en completa oscuridad, rezando para que aquello tuviera un suelo más o menos cercano. El suelo estaba razonablemente cerca, no me rompí ningún hueso en aquella ocasión, pero eso no quiere decir que la aventura acabase sin daños. Caí como un gato, flexionando las piernas al sentir que tocaba algo sólido con los pies. Todo hubiera acabado bien si no fuera porque al caer, una de mis piernas se hundió con el suelo con estrépito, mientras cargaba el peso sobre la otra, que apoyaba en firme; milagrosamente pude mantener el equilibrio y no caerme por el agujero que había abierto en el suelo.

Solté algún juramento mientras Alberto me preguntaba, en susurros, qué había pasado. “¡No sé, se ha hundido el suelo!” le respondí, también susurrando. “¿Y qué hay debajo?”, preguntó, fruto de su afición exploradora, sin valorar que yo había estado a punto de acabar mis días como explorador y quien sabe si como alguna otra cosa más. “Voy a mirar”, le respondí.

El falso suelo por el que casi había caído en realidad era el techo de escayola de la Cripta, que en ese lugar coincidía con un hueco en la losa de hormigón en la que apoyaba el Salón de Actos. En aquel momento, final del recreo, sólo había una persona en la Cripta, rezando, supongo que con gran devoción, y que había vivido la experiencia mística de su vida, al sentir, en medio de la oración, como el cielo, literalmente, caía sobre su cabeza mientras escuchaba la voz de un angelito emitiendo juramentos más propios de un estibador en sábado de paga que de un querubín aparecido en un recinto sagrado. Cuando miré hacia abajo sólo pude distinguir el rostro desencajado de un tipo repeinado con fijador, con la boca abierta, que miraba hacia arriba, con los brazos abiertos, diciendo “Dios mío, Dios mío”, con los ojos saltándole tras los gruesos cristales de las gafas de carey que portaba el individuo.

Confié en la falta de luz del lugar donde yo estaba, la rapidez de la acción y, sobre todo, la miopía que parecía afectar al testigo de mi accidente/aparición, para conservar el anonimato del destrozo que había ocasionado en el techo de la Cripta. Así que salté en sentido inverso, salí corriendo con Alberto detrás y llegamos a clase, por los pelos, poniendo cara, como siempre, de no haber roto un plato en nuestra vida.

No sé a qué fenómeno atribuyeron el agujero del techo de la Cripta, pero sé que a nosotros no nos culparon de nada, es más, que no buscaron culpables –hubiéramos sido llamados, indudablemente, a una “rueda de reconocimiento” en caso de que hubieran sospechado de algún alumno- y que el techo estuvo varios años sin ser arreglado, (no sé si por falta de presupuesto o por que razón), lo que nos ocasionaba un íntimo temblor cada vez que acudíamos a la Cripta y comprobábamos que “aquello” seguía allí.

Nota: para más información sobre la historia de Tajamar:
De donde he tomado las dos fotos del principio y algunas más que ilustran este relato.